BOGOTÁ, 20 Sep. 02 (ACI).- ACI Prensa conversó en exclusiva con Mons. Juan Francisco Sarasti, designado por el Papa Juan Pablo II para suceder como Arzobispo de Cali, Colombia, a Mons. Isaías Duarte Cancino, asesinado en marzo de este año.
Caleño de nacimiento, a sus 64 de años de edad, Mons. Sarasti no será una cara nueva para sus nuevos feligreses, pues su primera misión episcopal la cumplió en Cali, como Obispo Auxiliar. A la fecha de su nombramiento, Mons. Sarasti, se desempeñaba como Arzobispo de Ibagué.
Sabemos que usted fue amigo de su antecesor. ¿Cómo fue su relación con Monseñor Duarte?
A Monseñor Duarte lo conocí hace mucho tiempo cuando llegó a estudiar a la Universidad Gregoriana en Roma, allí fuimos compañeros, pues yo seguía teología. Él asistió a mi ordenación sacerdotal, yo fui ordenado en Roma unos meses antes que él. Luego nos encontramos en Barrancabermeja, cuando me nombraron Obispo y él era párroco de Bucaramanga. Pude asistir a su ordenación episcopal y desde entonces estuvimos muy cerca, compartimos muchas tareas conjuntas en la Conferencia Episcopal de Colombia y justo ahí nos encontramos quince días antes de su muerte.
¿Cómo ha impactado la muerte de Mons. Duarte a la comunidad de Cali?
La muerte de Mons. Isaías fue un golpe muy duro, muy profundo para la comunidad de Cali. Fue sentido unánimemente por toda la comunidad, por todo Colombia y otros países. En lo que a Cali respecta, ese asesinato inicuo fue un golpe que hizo vibrar mucho las fibras del corazón de los caleños y esto se manifestó claramente en su sepelio masivo que sucedió y las permanentes visitas a su tumba que aún hoy prosiguen. La memoria de Mons. Isaías esta muy viva y con su muerte se manifestó su gran figura pastoral, sus acciones en favor de la paz y su esfuerzo a favor de los derechos de la persona humana.
¿Cómo tomó usted su nombramiento como nuevo Arzobispo de Cali?
Lo tomé como siempre, como un cambio, un momento de ponerse en la presencia de Dios y entregarse a las manos del Señor. Más aún, con esa voluntad que es manifestada a través de la Iglesia, a través de la bendición del Santo Padre. En ese sentido y únicamente en ese sentido lo asumo y lo he tomado, y evidentemente con una conciencia grande de la responsabilidad inmensa que supone dirigir una arquidiócesis tan grande y compleja, con muchos problemas sociales, políticos y económicos en este momento y con la herencia de Mons. Isaías Duarte.
¿Qué desafíos evangelizadores lo esperan en Cali? ¿Cuáles serán sus líneas de trabajo?
Realmente creo que hay unas grandes líneas fundamentales que son las de la Iglesia de siempre y las que el Papa nos ha trazado en la carta apostólica Novo Millenio Ineunte. Ésas son fundamentales, tienen que presidir toda nuestra acción de evangelización.
Ahora hay ciertas cosas que son imprescindibles como seguir con el trabajo de creación y organización de las parroquias que va necesitando esa metrópoli; la atención muy concreta y clara del clero y las vocaciones sacerdotales, para poder tener los agentes de primera línea que necesita la evangelización; la lucha y la defensa de los derechos humanos; y la parte existencial de una población bastante empobrecida.
La iglesia no tiene una forma mágica ni física para solucionar todos los problemas, pero debe invitar a los cristianos y a los no cristianos a vivir esa solidaridad con los hermanos de mayor necesidad.
El trágico asesinato de Mons. Duarte puso a Cali como centro de atención para los católicos de todo el mundo pero pocos pudieron ver el rostro cristiano de la ciudad. ¿Cuál es la contribución de Cali a la Iglesia en Colombia?
Cali tiene una riqueza de tradición cristiana, tradición religiosa, desde la época misma de su fundación. Es una ciudad que ha tenido presencia de la Iglesia, unas estructuras de Iglesia sólidas y una religiosidad ancestral, bastante buena, bastante profunda. Se ha hecho también un trabajo de evangelización en los últimos decenios muy constante, muy perseverante. Tenemos gracias a Dios un buen grupo de sacerdotes, no suficientes pero numerosos ya, y tenemos unas 800 religiosas. Contamos con monasterios de vida contemplativa que oran permanentemente por la ciudad, tenemos un seminario bien instalado, estructurado, hay una curia debidamente organizada. La Iglesia tiene una presencia determinante y una gran fortaleza, porque la iglesia no es marginal en Cali, sino que está en realidad muy compenetrada con la vida de la ciudad.
Cuando hablamos de Colombia, no podemos deja de lado su más grande anhelo: la paz. ¿Qué necesita Colombia para alcanzar un camino que lo conduzca verdaderamente a la paz?
Lo fundamental es el cambio de corazón. Necesitamos ser hombres y mujeres de paz, necesitamos creer en la paz y necesitamos también arriesgarnos por la paz, arriesgarnos a convivir de otra manera, cambiar la situación, buscar el cambio de nuestras injusticias, lograr una sociedad más equitativa, más transparente, más democrática. En esto estamos de acuerdo muchos, pero debemos arriesgarnos a buscarlo por caminos no violentos por caminos de convivencia, dándonos una oportunidad, por lo menos a través de la suspensión de términos violentos para buscar la verdadera y completa paz por caminos de coherencia, de convergencia y de consenso.
La iglesia ha sido blanco de ataques violentos en Colombia y al mismo un punto de referencia claro, activo y constante para los colombianos que anhelan la paz. ¿Cómo asume la iglesia este papel que la historia y el país le está dando dentro del proceso de paz?
La iglesia ha asumido, está asumiendo y debe asumir este papel con una profunda humildad. No tenemos los medios técnicos, ni tampoco el secreto para obtener la paz, pero tenemos una misión que el Papa Pablo VI definía como "experta en humanidad". Al haber visto pasar ante ella generaciones y generaciones de hombres, y haber buscado en el corazón del hombre, la iglesia sabe cuáles son los caminos por los que debe colaborar con la paz de los hombres. Esta colaboración implica buscar más justicia, más equidad, colaborar con el anuncio de las Bienaventuranzas evangélicas, colaborar invitando a los hombres a detener los métodos violentos, a considerar a cada hombre como su hermano y luego en cuestiones puntuales como aproximarse al tema no como negociadora, sino como mediadora en los casos en los que se busquen posibilidades de lograr un consenso por la paz.