por Walter Sánchez Silva, Jefe de Redacción de ACI Prensa
01 de febrero de 2010
Mi jefe me llamó con una premura un poco más intensa de lo habitual a la oficina y no me encontró. Estaba a unas ocho cuadras de distancia, en mi casa, terminando de ver los arreglos de la bomba que en el edificio donde vivo iba a permitir, finalmente, que el suministro de agua fuera normal y ya no tuviéramos los problemas de siempre, como cuando, en tantas ocasiones, no era posible bañarme y tenía que recurrir al balde salvador que habíamos podido llenar el día anterior con un chorrito miserable: algo que agradecí mucho y que atesoré luego de ver lo que vi en Haití.
Llegué corriendo a mi escritorio y esperé nuevamente a que sonara el teléfono. Sonó. “Este… gordo, ¿tú puedes ir a Haití?”. Se me heló todo y pensé 55 cosas al mismo tiempo. No podía decirle que me esperase para consultar con mi esposa. Mi jefe esperaba una respuesta: se la di en menos de dos segundos, creo. “Sí”. Y así comenzó todo.
Teníamos que ir a Puerto Príncipe, vía Santo Domingo, para filmar lo que había quedado luego del terremoto del 12 de enero y no teníamos nada listo. No hizo falta mucho, la verdad, pues había que moverse rápido y con la menor cantidad de cosas posible. Partimos del aeropuerto Jorge Chávez en la tarde del jueves 14 de enero hacia un lugar en el que nunca había estado y en el que iba a ver cosas que nunca había visto en mi vida.
Todo salió bien en el viaje hasta Santo Domingo y unas amigas que viven allá nos ayudaron bastante: Julia y Socorro nos llevaron al terminal de buses de Caribe Tours donde compramos los pasajes, hicieron que en un centro médico nos pusieran una inyección contra el tétanos y nos proporcionaron mascarillas y guantes: “es mejor así para protegerse de las enfermedades”, nos dijo la primera.
El asunto con la compra del pasaje que me aterró era el del pasaporte. Una vez comprado el ticket tienes que entregar tu pasaporte y éste solamente es devuelto en la frontera, luego de pasar la aduana dominicana. Así que todo el camino hasta allá uno viaja indocumentado. Dicen que es para evitar el paso de ilegales haitianos, pero la verdad no veía la necesidad de hacer esto. Un par de franceses de Le Parisien también estaban en las mismas.
En la frontera, y después de haber visto cómo nuestro chofer, un cincuentón que se llamaba Jorge y era diabético, había parado las veces que quiso para conversar con cuanto amigo se le cruzaba en el camino sin antes avisar a nadie ni disculparse ni nada –según Socorro eso es totalmente normal– las cosas se pusieron un poco más complicadas.
La chica encargada de hacer el trámite con los pasaportes, luego de ser sellados por el encargado, le daba un grupo de estos a cualquier pasajero de uno de los buses de la empresa que estaba realizando el viaje para Puerto Príncipe. Yo veía cómo pasaban de mano en mano… de pueblo en pueblo… y me daba un escalofrío que solo cesó cuando, por fin, me dieron el mío y el de José, el camarógrafo que iba conmigo en esta singular aventura. Allí estuvimos unas dos horas.
A diferencia de la primera, la aduana haitiana la pasamos en menos de 15 minutos. Parecía que habíamos entrado a un pueblo joven, tal vez más pobre que uno de Lima. Las pocas construcciones que se veían estaban deshabitadas o destruidas y el lago que está en toda la frontera parecía que en cualquier momento iba a terminar de comerse la pista afirmada por la que uno ingresa a este paupérrimo país.
Desde allí hasta Puerto Príncipe debe ser como una hora y media o dos de camino. Una de las cosas que a uno lo hacen darse cuenta de que ya está llegando es la embajada de Estados Unidos: un búnker macizo, ubicado a unos 10 minutos de la capital haitiana, que tiene luz, agua, seguridad, de todo. No le falta nada de nada.
A diferencia de ellos, a los habitantes de Puerto Príncipe les falta todo. Entramos como a las 7 de la noche. Todo estaba oscuro. Se podían ver muchos grupos de gente en las calles, con velas, cocinando lo poco que tenían, tomando la poca agua que les quedaba. Pero sobre todo, caminando. Cientos de personas caminando hacia cualquier lugar… porque no hay lugar a donde ir, lamentablemente.
La zona por donde entramos no estaba muy destruida. De trecho en trecho se podían ver casas derrumbadas, hoteles caídos, escombros imposibles de identificar, se veía desolación y mucha pero mucha pobreza.
Esa primera noche pudimos dormir en uno de los buses de Caribe Tours que llegó a Puerto Príncipe. La idea original era ir a un hotel, pero no había taxis, no había luz, no sabíamos donde quedaba nada. Así que hicimos el respectivo pedido a nuestros buenos samaritanos Jorge y Ramón, conductores, y pudimos tener un lugar, seguro, fresco, iluminado, además de una cena bastante decente con su respectiva coca cola con hielo, algo que atesoramos mucho, después, cuando vimos que la gente no tiene nada.
A las 6 de la mañana del sábado 16 de enero y luego de haber encomendado en mis oraciones a mi papá que ese día cumplió 65 años, partimos en búsqueda de la Nunciatura Apostólica para entrevistar a Monseñor Bernardito Auza, con quien me había contactado por medio del correo electrónico para conversar con él.
No sabíamos bien hacia donde caminar, así que seguimos la dirección de un primer haitiano a quien hablé en mi no muy buen francés, que afortunadamente se parecía al creol, la lengua que hablan todos en Haití.
En el camino y mientras José filmaba a la gente que no dejaba de pasar caminando, con los rostros tristes, desolados, quebrados… que se iluminaban un poco cuando uno los saludaba, nos encontramos con un señor de unos 60 años a quien casi no le hablo y ya ni recuerdo por qué.
“¿Señor, sabe donde queda la Nunciatura Apostólica?” le pregunté en mi escaso francés. Me contestó, no le entendí. Uno de los dos intentó en inglés –porque existe un grupo de haitianos que lo habla y que domina además el castellano– y allí sí que nos entendimos, al menos lo suficiente.
“Bishop Catholic, I know” (Obispo católico, yo conozco), me dijo Malk, nuestro nuevo amigo haitiano que se ofreció a llevarnos hasta la puerta de la Nunciatura y que se molestaba cada vez que yo, para confirmar la ruta, preguntaba a algún otro transeúnte. “No te estoy llevando a un lugar equivocado. Yo sé a donde vamos, pero no recuerdo la dirección”, me decía enojado.
Malk debía tener algo de dinero. Era dueño de casi una manzana en la zona de Petionville, donde lo encontramos y donde estaba el terminal de buses. Había sido músico en su juventud. Había vivido en New York, tenía algunos amigos peruanos y era cristiano evangélico. Me dijo que nos acompañaba porque no tenía nada que hacer. Yo le comenté que no parecía tener la edad que tenía y me dijo que la fe lo mantenía así.
Después de caminar, en subida, en Morne Calvaire (que podría traducirse como Monte Calvario) aproximadamente una hora, llegamos empapados de sudor a la Nunciatura Apostólica en Haití. Nos recibió una señorita, otra vez en francés.
Mientras caminábamos desde la puerta hasta el lugar donde nos recibiría el Nuncio hablaba con José sobre la suerte que tuvimos de encontrarlo. Carmen, que así se llamaba nuestra anfitriona, volteó rápidamente después de oírnos “¿tú hablas español?” “Claro –le dije– soy peruano”. Y nos comenzó a contar que eran días muy difíciles, que desde la Nunciatura que está en una especie de montaña y desde donde se puede ver toda la ciudad, se podían escuchar los gritos de dolor de la gente, se podían ver las casas derrumbadas, los campamentos donde cientos o miles de personas se habían “acomodado” porque ya no tenían donde vivir…
El Nuncio nos recibió y nos concedió una entrevista extensa, larga, profunda, llena de emociones. Nos contó cómo había fallecido el Arzobispo de Puerto Príncipe, Monseñor Serge Miot, cómo los seminarios estaban en ruinas, que la Iglesia del Sagrado Corazón, la más hermosa de Haití, estaba ahora destruida, nos contó también que, de la Catedral, quedaban ahora solo escombros, que hacía falta ayuda para demasiada gente y que no se daban abasto con lo que tenían y que necesitan ayuda para los años, tal vez décadas, que tomará reconstruirlo todo, en un país en donde el estado, el gobierno, también ha quedado destruido, comenzando por el Palacio Presidencial. Nosotros pudimos ver dos ministerios: el de salud y el de cultura, hechos pedazos.
Esa mañana también llegó el Nuncio en República Dominicana, un Arzobispo polaco bonachón que nos ofreció hablar en ruso, japonés, en cualquier cosa, menos en inglés porque le costaba mucho. Al final, conversó con nosotros unos 5 minutos y nos contó que junto a algunos amigos y donantes, estaba llevando una primera ayuda a los hermanos de Haití y que era necesario que todos, sin excepción, ayudemos en esta tarea gigante para reconstruir este país que ha quedado en ruinas.
Luego de la Nunciatura fuimos al seminario. Mientras bajábamos pudimos ver una zona en la que las casas, de gente pobre, habían resistido. El chofer de la camioneta que nos llevó nos explicó que esa montaña era de roca y por eso no se veía la destrucción que vimos luego en el centro de la ciudad.
Ya en el seminario un sacerdote sobreviviente nos contó cómo escapó, por poco, de morir y cómo, bajo los escombros, estaban todavía los restos de varios seminaristas. No podían sacarlos porque no tenían cómo y no podían hacer nada al respecto.
En medio de lo que quedaba del seminario nos sorprendió una réplica. Pensé otra vez 55 cosas, pero pude girar en 360 grados para ver adónde correr… No había nada que hacer y lo mejor era quedarnos donde estábamos. Pude agarrar a José a tiempo para que no emprendiese la carrera y afortunadamente no pasó nada. Se me quedaron grabadas las caras de desesperación de los sacerdotes y los seminaristas que estaban en ese momento con nosotros. Huyeron todos despavoridos temiendo lo peor, y lo peor de todo es que si algo hubiera caído, tal vez a alguno le hubiera pasado algo. Me pongo en su pellejo e imagino que lo del 12 de enero debe haber sido terrible y entiendo, al menos un poco, el pavor que vi en sus rostros.
Después de un rato salimos y comenzamos a caminar hacia la iglesia del Sagrado Corazón. Todas las personas a las que les preguntaba me decían que debía seguir caminando de frente. Nadie daba más detalles: solo de frente. Pasamos delante de varias casas destruidas, vimos varios puntos para conseguir agua con mucha gente en ellos pugnando por un poco, vimos cientos de personas moviendo escombros en lo que quedaba de sus casas, vimos demasiado, creo yo.
Unas cuadras antes de llegar a la iglesia, vi a un policía delante de una camioneta pick up. Me dijo lo que todos antes de él: “de frente”. No me había percatado que tenía a tres muchachos esposados en la tolva de la misma y no vi, sino hasta después, un camión con la fuerza de seguridad de la ONU (la Minustah) al frente. Al llegar a la esquina vi a un muchacho de no más de 20 años con un rifle. Cuando lo vi disparar, a unos cinco metros de donde yo estaba, corrí y le dije al camarógrafo que hiciera lo mismo. El tráfico paró, alguien contestó desde dentro de una casa con otro balazo. Todo fue muy rápido y, afortunadamente, no nos pasó nada.
Después de grabar las tomas en la iglesia del Sagrado Corazón, teníamos que hacer lo mismo con la Catedral. El sacerdote que nos llevó al seminario nos dijo que preguntáramos y que desde allí nos iban a indicar el camino. Así lo hicimos y comenzamos a caminar, ya propiamente hacia el centro de la ciudad.
Otro buen samaritano nos ofreció llevarnos hasta allá porque él también iba en esa dirección. No nos dijo cuánto debíamos avanzar, ni por donde. Solo lo seguimos. Debemos haber caminado una hora, una hora y media tal vez… Parecía que no íbamos a llegar nunca. Vimos varios muertos tirados en la calle, vimos dos grifos en donde la lucha por algo de combustible era muy violenta. Muchos carros cuadrados, los choferes fuera de sus autos, tratando de llenar sus galoneras. Pasamos rápido por esos lugares porque todo se veía demasiado complicado.
En la catedral pudimos ver algo interesante. Este templo y el del Sagrado Corazón tienen un Cristo muy parecido en la parte externa, hacia el lado derecho, que en ambos casos estaba en pie, prácticamente intacto. Algo de esperanza me nació cuando vi eso. Hay mucho por hacer por nuestros hermanos y hay que hacerlo ya, pensé.
Después de filmar las ruinas de la catedral y después de preguntar cómo regresar a Petionville, apareció una camioneta con tres haitianos. Uno de ellos nos preguntó si éramos periodistas y ofreció llevarnos. “No voy directamente para allá, voy a dar unas vueltas antes y luego los dejo”, nos dijo. Así íbamos a tener así imágenes de la zona más destruida y más peligrosa. Y, afortunadamente, íbamos a hacerlo en una camioneta.
Lo que vimos fue tal vez una de las cosas más duras. Cientos, miles de personas caminando hacia ningún lugar. Gente buscando ayuda, buscando a sus muertos, enfrentándose con lo que tenían: palos, piedras, escombros, etc. por algo de comer. Si alguien encontraba algo, caían encima otros y se lo llevaba el más fuerte. Caos por todos lados. Nadie ayudaba a nadie. Era la perfecta ley de la jungla.
Vimos varias peleas, muchas personas sin hacer nada, casas de casas, tiendas, negocios, cuadras enteras totalmente destruidas. Nunca vi nada así… y honestamente espero no tener que hacerlo de nuevo.
Salí de esa zona con el corazón estrujado… demasiado dolor para tan poco tiempo, demasiado pesar y desesperanza. Todo se veía perdido y hasta ese momento nunca vimos la ayuda que veíamos por la televisión. Nunca la vimos en todo el viaje, nada ni nadie. Eso me hizo pensar en que siempre serán insuficientes las toneladas de ayuda que lleguen, porque se necesita de todo y para todos.
El haitiano a cargo en la camioneta, que nos dijo era director de cine, nos llevó hasta Petionville, a la Plaza de San Pedro (Saint Pierre) donde miles de personas acampan porque se han quedado sin casa. Entrevistamos a dos de ellos: un señor y un joven estudiante.
El señor, de unos 40 años, describió todo en dos minutos que a mí me parecieron eternos: “mi situación es muy mala, no tengo casa, no tengo trabajo, no tengo comida para mí ni para mis hijos”. El otro, el joven, relataba que la pobreza en Haití es total.
Este último prácticamente me suplicó que lo ayude a estudiar en la universidad. Nuevamente se me hizo tripas corazón cuando le dije que lamentablemente no podía hacer nada…
Después de estas dos entrevistas volvimos a la Nunciatura. Le pedimos al Nuncio que nos dejara dormir allí esa noche y así lo hicimos. En el suelo, afuera de la casa, donde a una distancia de cinco metros por grupo, dormía el mismo Nuncio, a cinco metros más las asistentes, a cinco más el guardián y finalmente nosotros. No pudimos dormir bien por la dureza del suelo y porque el sonido de las balas que se escuchaba de todos lados hacía difícil conciliar el sueño.
La mañana siguiente no dejó de ser complicada. Llegamos al terminal de Caribe Tours a las 7 y tuve que pugnar hasta las 10, aproximadamente, para conseguir los pasajes de regreso a Santo Domingo. Todo fue un caos, un caos que siempre iba in crescendo porque los haitianos no buscan resolver un problema cuando tienen uno, tienen la “habilidad” de gritar más y desordenar todo cuando aparece un obstáculo.
Esa mañana todo fue sumamente caótico y complicado, hasta que después de mucho pujar, por fin pudimos sentarnos en dos de los asientos de uno de los buses que nos sacaría de Haití.
Ya en Santo Domingo todo fue más sencillo y logramos ser recibidos por el Arzobispo, Cardenal Nicolás de Jesús López Rodríguez, quien nos dijo una frase que se me ha quedado grabada y que me gustaría todos adoptásemos, no solo ante esta tragedia sino ante cualquier otra o ante cualquier necesidad de un hermano nuestro. “¿Qué nos toca hacer ahora? Solidaridad”.
Cuando el avión que nos traía con bien a Lima aterrizó… me emocioné y se me nublaron los ojos, recordaba muchas de las caras de nuestros hermanos haitianos. “Yo regreso a mi esposa, a mi hijito (o hijita) por nacer, a mi trabajo ¿y ellos qué van a hacer?”, pensé.
Desde el retorno a lo cotidiano y con todo esto encima estamos trabajando intensamente para que más personas conozcan la realidad actual de Haití, nos hemos sorprendido, cada vez más, con la terrible cantidad de muertos, heridos, huérfanos, damnificados. También con la dramática historia del Vicario de Puerto Príncipe que fue encontrado debajo de los restos de la catedral abrazado a un relicario con la Eucaristía y que ya ha sido enterrado el mismo día en que fue sepultado el Arzobispo Miot.
Los sobrevivientes esperan ahora una mano amiga. Nos queda, demasiado claro, que es hora de la solidaridad.