Queridos hermanos y hermanas:
En la última catequesis he hablado de la Revelación de Dios, como comunicación que Él hace de sí mismo en su designio de benevolencia y de amor. Esta revelación de Dios se inserta en el tiempo y en la historia de los hombres: historia que se convierte en ‘lugar en el que podemos constatar la acción de Dios a favor de la humanidad. Él nos alcanza en aquello que para nosotros es más familiar y fácil de verificar, porque constituye nuestro contexto cotidiano, sin el cual no lograremos comprendernos’ (Juan Pablo II, Enc.?Fides et ratio, 12).
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El evangelista San Marcos –como hemos escuchado– relata, en términos claros y sintéticos, los momentos iniciales de la predicación de Jesús: ‘el tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca’ (Mc 1,15). Lo que ilumina y da sentido pleno a la historia del mundo y del hombre comienza a brillar en la gruta de Belén, es el Misterio, que contemplaremos dentro de poco en la Navidad: la salvación que se realiza en Jesucristo.
En Jesús de Nazaret Dios manifiesta su rostro y pide la decisión del hombre de reconocerlo y seguirlo. El revelarse de Dios en la historia para entrar en relación de diálogo de amor con el hombre, da un nuevo sentido a todo el camino humano. La historia no es un simple sucederse de los siglos, de años, de días, sino el tiempo de una presencia que le da pleno significado y abre a una sólida esperanza.
¿Dónde podemos leer las etapas de esta Revelación de Dios? La Sagrada Escritura es el lugar privilegiado para descubrir los eventos de este camino, y quisiera –una vez más– invitar a todos, en este Año de la Fe, a tomar a la mano con más frecuencia la Biblia para leerla y meditarla y prestar mayor atención a las lecturas de la Misa dominical, todo esto constituye un alimento precioso para nuestra fe.
Leyendo el Antiguo Testamento vemos que las intervenciones de Dios en la historia del pueblo que ha elegido y con el que ha establecido una alianza, no son acontecimientos que pasan y caen en el olvido, sino que se convierten en 'memoria', constituyen la 'historia de salvación' mantenida viva en la conciencia del pueblo de Israel a través de la celebración de los eventos salvíficos.
Así, en el libro del Éxodo, el Señor indica a Moisés que celebre el gran momento de la liberación de la esclavitud de Egipto, la Pascua judía, con estas palabras: ‘Este día será para vosotros un memorial: lo celebrarán como fiesta del Señor: de generación en generación, lo celebrarán como un rito perenne" (12,14). Para todo el pueblo de Israel recordar lo que Dios ha hecho se convierte en una especie de imperativo permanente para que el paso del tiempo esté marcado por la memoria viva de los acontecimientos pasados, que así forman, día tras día, de nuevo la historia y permanecen presentes.
En el libro del Deuteronomio, Moisés se dirige al pueblo diciendo: ‘guarda tu alma con diligencia, para que no te olvides de las cosas que tus ojos han visto, y no se aparten de tu corazón todos los días de tu vida; sino que las hagas saber a tus hijos y a tus nietos’. (4,9). Y así también nos dice a nosotros: ‘Mira bien para que no olvides las cosas que Dios ha hecho con nosotros’. La fe es alimentada por el descubrimiento y el recuerdo del Dios que es siempre fiel, que guía la historia y es el fundamento seguro y estable sobre el que construir la vida propia.
También el canto del Magnificat que la Virgen María eleva a Dios, es un ejemplo altísimo de esta historia de salvación, de esta memoria que tiene presente el obrar de Dios. María exalta el obrar misericordioso de Dios en el camino concreto de su pueblo, la fidelidad a las promesas de alianza hechas a Abraham y su descendencia; y todo esto es memoria viva de la presencia divina que nunca falla. (cfr Lc 1,46-55).
Para Israel, el Éxodo es el acontecimiento histórico central en que Dios revela su poderosa acción. Dios libera a los israelitas de la esclavitud en Egipto, para que puedan regresar a la Tierra Prometida y adorarlo como el único Dios verdadero. Israel no se pone en marcha para ser un pueblo como los demás –para tener también él una independencia nacional– sino para servir a Dios en el culto y en la vida, para crear para Dios un lugar donde el hombre esté en obediencia a Él, donde Dios esté presente y sea adorado en el mundo y, naturalmente, no sólo para ellos, sino para testimoniarlo en medio de otros pueblos.
La celebración de este evento es un hacerlo presente y actual, porque la obra de Dios no falla. Él tiene fe en su designio de liberación y todavía lo sigue, para que el hombre pueda reconocer y servir a su Señor y responder con fe y amor a su acción. Entonces Dios se revela a sí mismo no solo en el acto primordial de la creación, sino entrando en nuestra historia, en la historia de un pequeño pueblo que no era ni el más numeroso, ni el más fuerte
Y esta revelación de Dios, que va adelante en la historia, culmina en Jesucristo. Dios, el Logos, la Palabra creadora que está en el origen del mundo, se ha encarnado en Jesús y ha mostrado el verdadero rostro de Dios. En Jesús se cumple toda promesa, en Él se da el culmen de la historia de Dios con la humanidad.
Cuando leemos el relato de los dos discípulos en camino hacia Emaús, narrado por San Lucas, vemos como emerge de modo claro que la persona de Cristo ilumina el Antiguo Testamento, la entera historia de la salvación y muestra el gran designio unitario de dos Testamentos, muestra el camino de su unicidad. Jesús, de hecho, explica a los dos viajeros perdidos y desilusionados que es el cumplimiento de toda promesa: ‘Y, comenzando por Moisés y por todos los profetas, les explicó que en todas las Escrituras eso se refería a él’ (24,27).
El Evangelista relata la exclamación de los dos discípulos luego de haber reconocido que aquel compañero de viaje era el Señor: ‘¿No ardía tal vez nuestro corazón mientras él conversaba con nosotros en el camino, cuando nos explicaba las Escrituras?’ (v. 32).
El Catecismo de la Iglesia Católica resume las etapas de la revelación divina: Dios ha invitado al hombre, desde el principio, a una comunión profunda con Él, e incluso cuando el hombre, por su desobediencia, pierde su amistad, Dios no lo abandona al poder de la muerte; al contrario, le ofrece muchas veces su alianza.
El Catecismo recorre el camino de Dios con el hombre desde la alianza con Noé después del diluvio, a la llamada de Abraham a salir de su tierra para hacerle padre de una multitud de pueblos. Dios constituye a Israel como su pueblo, a través del Éxodo, la alianza del Sinaí y el don, por medio de Moisés, de la Ley para ser reconocido y servido como el único Dios vivo y verdadero. Con los profetas, Dios conduce a su pueblo a la esperanza de la salvación.
Conocemos –a través de Isaías– el ‘segundo Éxodo’, el retorno del exilio de Babilonia a la propia tierra, la refundación del pueblo, en el mismo tiempo, pero muchos se quedan en la dispersión y así comienza la universalidad de esta fe. Al final no se espera más sólo a un rey, David, un hijo de David, sino un ‘Hijo del hombre’, la salvación de todos los pueblos. Se realizan encuentros entre las culturas, primero con Babilonia y Siria, luego también con la multitud griega.
Así vemos así cómo el camino de Dios se ensancha, se abre cada vez más hacia el misterio de Cristo, el Rey del Universo. En Cristo se realiza finalmente la salvación en su plenitud, el designio benevolente de Dios. Él mismo se hace uno de nosotros.
Hice una pausa para hacer memoria sobre el obrar de Dios en la historia del hombre, para mostrar las etapas de este gran designio de amor testimonio en el Antiguo y el Nuevo Testamento: un único designio de salvación para toda la entera humanidad, progresivamente revelado y realizado por la potencia de Dios, donde Dios siempre reacciona a las respuestas del hombre y encuentro nuevos inicios de alianza cuando el hombre se pierde. Esto es fundamental en el camino de fe.
Estamos en el tiempo litúrgico del Adviento que nos prepara para la Santa Navidad. Como todos sabemos la palabra 'Adviento' significa 'venida', 'presencia', y antiguamente indicaba la llegada del rey o del emperador a una determinada provincia. Para nosotros los cristianos, significa una realidad maravillosa y desconcertante. Dios mismo ha atravesado su cielo y se ha inclinado hacia el hombre; ha forjado una alianza con él, entrando en la historia de un pueblo.
Él es el rey que ha bajado a esta pobre provincia que es la tierra, y nos ha obsequiado con su visita asumiendo nuestra carne, haciéndose hombre como nosotros. El Adviento nos invita a recorrer el camino de esta presencia y nos recuerda una y otra vez que Dios no se ha ido del mundo, que no está ausente, que no nos abandona; al contrario, sale a nuestro encuentro de diferentes maneras que tenemos que aprender a discernir.
Y también nosotros, con nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad, estamos llamados, día a día, a distinguir y testimoniar esta presencia en el mundo a menudo superficial y distraído, a hacer que resplandezca en nuestra vida la luz que ha iluminado la gruta de Belén. Gracias.