El primer día de abril, la Iglesia Católica recuerda a San Hugo de Grenoble (Francia), conocido también como San Hugo de Châteauneuf, quien fuera primero canónigo de la ciudad de Valence, y después obispo de Grenoble por más de medio siglo, entre 1080 y 1132.
San Hugo fue un ferviente defensor de la reforma gregoriana, un hombre con una fuerte inclinación a la vida monástica, pero cuyo amor a la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, lo condujo al servicio pastoral, al que se dedicó con ahínco. Hugo de Châteauneuf fue canonizado en 1134 por el Papa Inocencio II.
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Llamado a servir y no a ser servido
Hugo nació en Valence (Francia) en el año 1052. Siendo aún seglar fue nombrado canónigo de su ciudad natal a la edad de 28 años. Su piedad intensa y buena formación teológica le habían granjeado fama de hombre prudente, abocado a los asuntos de Dios.
Por esta razón, el obispo de Valence lo invitó a acompañarlo al Concilio de Aviñón de 1080. Ese año, precisamente, sería elegido obispo sin siquiera ser sacerdote.
El santo obtendría pronto las dispensas y recibiría el orden sagrado en periodo extraordinario. Al mismo tiempo, Hugo iba experimentando la incertidumbre propia de no sentirse digno del puesto, y llegó a hacer algún intento para evitar terminar de obispo, pero su vocación de servicio lo hizo aceptar el encargo.
El delegado del Sumo Pontífice había logrado convencerlo y él mismo lo ordenó. Luego lo llevó a Roma para que el Papa Gregorio VII lo ordenara obispo.
Obispo ´a la fuerza´, Pastor por amor
El destino de Hugo como pastor sería Grenoble, la ciudad a la que consagraría los siguientes 50 años de su vida, hasta el día que Dios lo llamó a su presencia. Al asumir la sede episcopal, encontró que la situación de su diócesis era desastrosa y por ello se encargó de poner en práctica la reforma gregoriana.
La feligresía estaba abandonada en la mayoría de los casos y había poca instrucción. Mientras tanto, el clero andaba envuelto en una serie de corruptelas como la simonía; y las propiedades de la Iglesia eran disputadas por señores acaudalados pertenecientes a la nobleza, entrometidos en los temas eclesiales.
Por otro lado, algunos de sus sacerdotes practicaban el concubinato y eran motivo de escándalo. Inmenso dolor fueron estas cosas en su corazón, dolor que se mantuvo vivo por muchos años y que se acrecentó por la hostilidad de ciertos presbíteros y los círculos de poder que los respaldaron.
En los años siguientes, gracias a los esfuerzos por la reforma de su diócesis, empezaron a darse los frutos. Aun así, llegó a presentar su renuncia hasta en cinco oportunidades, ante cinco pontífices distintos. San Hugo disponía de razones para tales pedidos, pero también era innegable que el deseo de dedicarse al estudio y la oración seguía intacto en su interior.
Con todo, fue capaz de mantener un vínculo continuo con la vida monacal -contribuyó, incluso, a la fundación de la Orden de los Cartujos-, al tiempo que su corazón ardía cada vez más de amor por aquellos que Dios le había confiado.
El olvido de los bienes de este mundo
Por los pobres de Grenoble llegó a vender hasta su carruaje, sus caballos y sus mulas, con tal de ayudarlos con el dinero obtenido. Con San Hugo no había suntuosidad ni cosas superfluas. Los bienes eran dones gratuitos de Dios y a Él pertenecían. Después de quedarse sin los medios para movilizarse se dedicó a recorrer su diócesis a pie, parroquia por parroquia, iglesia por iglesia, pueblo por pueblo.
En la etapa previa a su muerte perdió la memoria, y muchos creían que era una suerte de alivio que Dios le concedió para dejar atrás tanta fatiga. Aunque ya no reconocía a sus allegados ni a sus amigos, mantuvo la sonrisa y pudo dedicarse a sus actividades espirituales. Lo único que recordaba eran los salmos, el avemaría y el padrenuestro. Sus últimos días estuvieron llenos de esas oraciones.
San Hugo falleció con casi 80 años, el 1 de abril de 1132. El Papa Inocencio II lo declaró santo dos años después de su muerte.
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