1. "Dum medium silentium tenerent omnia...". "Un silencio sereno lo envolvía todo, y, al mediar la noche su carrera, tu Palabra todopoderosa, Señor, vino desde el trono real de los cielos" (Antífona del Magníficat, 26 de diciembre).
En esta Noche santa se cumple la antigua promesa: el tiempo de la espera ha terminado, y la Virgen da a luz al Mesías.
Jesús nace para la humanidad que busca libertad y paz; nace para todo hombre oprimido por el pecado, necesitado de salvación y sediento de esperanza.
Dios responde en esta noche al clamor incesante de los pueblos: ¡Ven, Señor, a salvarnos!: su eterna Palabra de amor ha asumido
nuestra carne mortal. "Sermo tuus, Domine, a regalibus sedibus venit".
El Verbo ha entrado en el tiempo: ha nacido el Emmanuel, el Dios con nosotros.
En las catedrales y en las basílicas, así como en las iglesias
más pequeñas y diseminadas por todos los lugares de la tierra,
se eleva con emoción el canto de los cristianos: "Hoy nos ha nacido
el Salvador" (Salmo responsorial).
2. María "dio a la luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre" (Lc 2, 7).
He aquí el icono de la Navidad: un recién nacido frágil, que las manos de una mujer envuelven con ropas pobres y acuestan en el pesebre.
¿Quién puede pensar que ese pequeño ser humano es el "Hijo del Altísimo"? (Lc 1, 32). Sólo ella, su Madre, conoce la verdad y guarda su misterio.
En esta noche también nosotros podemos "pasar" a través de su mirada, para reconocer en este Niño el rostro humano de Dios. También para nosotros, hombres del tercer milenio, es posible encontrar a Cristo y contemplarlo con los ojos de María.
La noche de Navidad se convierte así en escuela de fe y vida.
3. En la segunda lectura, que se acaba de proclamar, el apóstol san Pablo nos ayuda a comprender el acontecimiento-Cristo, que celebramos en esta noche de luz. Escribe: "Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres" (Tt 2, 11).
La "gracia de Dios aparecida" en Jesús es su amor misericordioso, que dirige toda la historia de la salvación y la lleva a su cumplimiento definitivo. La revelación de Dios "en la humildad de nuestra carne" (Prefacio de Adviento I) anticipa en la tierra su "manifestación" gloriosa al final de los tiempos (cf. Tt 2, 13).
No sólo eso. El acontecimiento histórico que estamos viviendo en el misterio es el "camino" que se nos ofrece para llegar al encuentro con Cristo glorioso. En efecto, con su Encarnación, Jesús, -como dice el Apóstol- nos enseña a "renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, y a llevar desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos" (Tt 2, 12-13).
¡Oh Navidad del Señor, que has inspirado a santos de todos los tiempos! Pienso, entre otros, en san Bernardo y en sus elevaciones espirituales ante la conmovedora escena del belén; pienso en san Francisco de Asís, inventor inspirado de la primera animación "en vivo" del misterio de la Noche santa; pienso en santa Teresa del Niño Jesús, que con su "caminito" propuso nuevamente el auténtico espíritu de la Navidad a la orgullosa conciencia moderna.
4. "Encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre" (Lc 2, 12).
El Niño acostado en la pobreza de un pesebre: esta es la señal de Dios. Pasan los siglos y los milenios, pero queda la señal, y vale también para nosotros, hombres y mujeres del tercer milenio. Es señal de esperanza para toda la familia humana: señal de paz para cuantos sufren a causa de todo tipo de conflictos; señal de liberación para los pobres y los oprimidos; señal de misericordia para quien se encuentra encerrado en el círculo vicioso del pecado; señal de amor y de consuelo para quien se siente solo y abandonado.
Señal pequeña y frágil, humilde y silenciosa, pero llena de la fuerza de Dios, que por amor se hizo hombre.
5. Señor Jesús,
junto con los pastores,
nos acercamos al Portal
para contemplarte
envuelto en pañales
y acostado en el pesebre.
¡Oh Niño de Belén,
te adoramos en silencio con María,
tu Madre siempre virgen.
A ti la gloria y la alabanza
por los siglos,
divino Salvador del mundo! Amén.
S.S. Juan Pablo II
24 de diciembre de 2002