Navidad

Objeto de la Fiesta

La Fiesta de Navidad tiene por objeto el nacimiento temporal del Hijo de Dios. El Verbo eterno, igual en un todo al Padre y al espíritu Santo, aquel por quien todo fue creado, se encarnó en el seno de la Virgen María y nació en Belén, en un miserable establo, para salvarnos a todos; este es el tierno misterio que la Iglesia presenta a nuestra fe en la presente solemnidad, Imitar a aquel Dios humilde, pobre y dolorido, esto es lo que dice a nuestro corazón.

Hacía cuatro mil años que el hombre culpable y degradado había oído, al abandonar el paraíso terrenal, estas palabras de esperanza: El Hijo de la mujer aplastará la cabeza de la serpiente, preciosas palabras que durante muchos siglos fueron el único consuelo de la raza humana en medio de sus innumerables sufrimientos. El hijo de la mujer por excelencia, el Vencedor del demonio, el Reparador de la pérdida sufrida, el Restaurador del género humano era el objeto de todos los deseos y de todos los suspiros, si bien jamás fue más ardiente y universalmente deseado que bajo el reinado del emperador Augusto, pues consumados estaban los tiempos señalados para su venida. Sin embargo, era preciso que su nacimiento tuviese lugar con todas las circunstancias vaticinadas por los Profetas; así es que el Cristo debía nacer en Belén, a fin de hacer notorio que pertenecía a la raza real de David.

En aquel entonces el emperador Augusto, queriendo saber cuántos millones de hombres se inclinaban bajo su cetro, ordenó un padrón general de todos los súbditos del Imperio: para presidir las operaciones de tan inmenso empadronamiento, el Príncipe nombró a veinticuatro comisarios, los cuales se dirigieron  a todos los puntos del globo, siendo encargado del padrón de Siria, de la que dependía Judea, Publio Sulpicio Quirino, o Cirino, según los griegos. El edicto promulgado, mandando el padrón general, disponía que todos, desde el más rico hasta el más  pobre, desde el más poderoso al más débil, debían dirigirse a la ciudad de su nacimiento, o de la que era originaria su familia, para hacerse inscribir en el censo  romano. Ahora bien, José y María, que pertenecían ambos a la real familia de David, se dirigieron a la ciudad de David, llamada Belén; al llegar allí inscribieron sus nombres, y los registros del Imperio romano atestiguaron que Jesús Hijo de María era descendiente de David, quedando comprobadas con un monumento auténtico las profecías que lo habían anunciado.

Descripción de la gruta

Al llegar José y María a la ciudad de sus abuelos buscaron en vano alojamiento, pues ya fuese porque su pobre exterior nada prometiese a la avaricia, ya porque, como dice el Evangelio, las posadas estuviesen llenas, en todas partes contestaron: No hay lugar, viéndose obligados a salir de la ciudad y a buscar un abrigo en un gruta que hacía las veces de establo, en la que María dio a luz al Redentor del mundo.

Describiremos, ahora,  el lugar para siempre venerable en que se cumplió tan tierno misterio.

“Antes de penetrar en él, dice un viajero moderno, el superior del convento puso un cirio en mi mano, y me dirigió una corta exhortación: la santa gruta es irregular, puesto que ocupa el sitio irregular del establo y del pesebre; tiene treinta y siete pies y medio de largo, once pies y tres pulgadas de ancho, y nueve pies de altura; está entallada en la roca, mas sus paredes han sido cubiertas lo mismo que el suelo de preciosos mármol; embellecimiento que se atribuye a Santa Elena. La iglesia no recibe luz alguna exterior, e ilumínanla treinta y dos lámparas enviadas por diferentes príncipes cristianos. En el fondo  de la gruta, hacia la parte del Oriente, se ve el sitio en que la Virgen dio  a luz al Redentor de los hombres, sitio que está señalado con un mármol blanco, incrustado de jaspe, y rodeado de un círculo de plata, formando rayos en forma de sol; a su alrededor se leen estas palabras:

Hic de virgine Maria
Jesús Christus natus est

‘Aquí Jesucristo nació de la Virgen María’. Una mesa de mármol que hace las veces de altar descansa en uno de los dos lados de la roca, y se eleva sobre el sitio en que el Mesías vio la luz primera; este altar está iluminado por tres lámparas, de las cuales la más hermosa es regalo de Luís XIII.

A siete pasos de aquel punto hacia el Mediodía se halla el pesebre, al cual se baja por dos escalones, pues no tiene el mismo nivel que el resto de la gruta; el pesebre es una bóveda poco elevada, hundida en la roca; una piedra de mármol blanco, que se levanta un pie del suelo, y tallada en forma de cuna, indica el sitio en el que el Soberano del cielo fue acostado sobre la paja. A dos pasos, frente al pesebre, se ve un altar que ocupa el sitio en que se sentó María para presentar al Hijo de dolores a las adoraciones de los Magos”.

Cuando José y María penetraron en la gruta se encontraban en ella un buey y un asno, cuyo aliento sirvió para dar calor al recién nacido; es cierto que la Escritura no menciona esta circunstancia, mas se apoya en una tradición común, presentada como cierta por los Padres de la Iglesia que mejor podían saberlo, como son san Epifanio, san Jerónimo, san Gregorio Nacianceno, san Gregorio de Niza y Prudencio; también Baronio defiende con éxito esta tierna tradición.
           
Nacimiento del Salvador

En la explicada gruta dio María a luz a su divino Hijo, sin experimentar ninguno de los dolores que sufren las otras madres, y quedando virgen antes y después del parto. ¿Quién es capaz de imaginar el gozo y el respeto con que vio y adoró al Creador del mundo, hecho hombre por amor a nosotros? ¡”Qué felicidad para ella cuando al contemplar al que los Ángeles adoran pronunció por primera vez las palabras que hasta entonces solo habían sido dichas por el eterno Padre: ¡Hijo mío! ¡Con qué veneración tocó al que sabía era su Señor! ¿Quién podrá decir los sentimientos de su virginal y maternal corazón, cuando le envolvió en pobres pañales, y le acostó en el pesebre sobre la paja? ¡Con cuántos tiernos besos lo cubrió! ¡Con qué santa emoción consideró su rostro y sus tiernas manos! ¡Con qué santa solicitud abrigó sus pequeños miembros!

San José, confidente del misterio, participaba, en cuanto le era dable, de los sentimientos de María. “Tomaba al Niño en sus brazos, dice san Bernardo, y le prodigaba cuantas caricias puede dictar un corazón abrasado de amor”.

En el momento de cumplirse el milagro, quiso Dios que los hombres y los Ángeles, el cielo y la tierra, fuesen a tributar sus homenajes al Redentor común; mas, ¿quiénes serán los felices mortales favorecidos por Dios con semejante honor? Augusto, tú que dictas leyes al universo entero, herodes, tú que imperas en Judea, ricos que habitan en Jerusalén y en Belén, Emperadores, Reyes, Príncipes de la tierra, duerman en sus adorados palacios, pues no serán ustedes los que los Ángeles despertarán para conducirlos al pesebre; no son dignos de ello: el nuevo rey necesita cortesanos que le comprendan, y ustedes no lo comprenderían, que amen la pobreza de cuna y ustedes no la amarían.

Adoración de los pastores

Ahora bien, en las cercanías de la gruta había algunos pastores que velaban guardando sus ganados; de repente distinguen un vivo resplandor encima de sus cabezas y en medio de las tinieblas, y apareciendo un Ángel entre aquella gloria, les dice: No teman, porque he aquí que les anuncio un grande gozo que será para todo el pueblo: Que hoy les ha nacido el Salvador, que es Cristo Señor, en la ciudad de David. Y ésta será la señal: hallarán al Niño en pañales y echado en un pesebre. Y súbitamente apareció con el Ángel una tropa numerosa de la milicia celestial, que alababan a Dios y decían: Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad.

Después de retirarse los Ángeles, admirados los pastores dijeron los unos a los otros: Pasemos hasta Belén, y veamos esto que ha acontecido, lo cual el Señor nos ha mostrado. Y fueron apresurados, y hallaron a María y a José, y al Niño echado en el pesebre; y cuando esto vieron entendieron lo que se les había dicho acerca del aquel Niño y se volvieron glorificando y loando a Dios por todas las cosas que habían oído y visto, así como les había sido dicho.

Así pues, los primeros  que fueron sabedores del nacimiento del Mesías, los primeros a quienes el Dios Padre reservó el insigne honor de deponer sus homenajes a los pies de su Hijo, fueron hombres sencillos, pobres y oscuros; hecho que encierra toda una revolución moral, pues es el principio del nuevo orden de ideas que debe cambiar la faz del mundo: riquezas, despotismo, soberbia, su imperio ha terminado para dar lugar al de la abnegación, de la humildad y de la caridad. Las palabras dichas por el Ángel a los pastores: No teman; hoy les ha nacido el Salvador, la Iglesia católica las dirije cada año a todos sus hijos, lo mismo a ustedes que a mi: durante el Adviento repite las palabras de Isaías y de Juan Bautista, y nos dice preparen las vías del Señor, pues se acerca el momento en que toda carne verá al Salvador enviado por Dios; luego, cuando tocan a su fin las cuatro misteriosas semanas, indica un último día de ayuno y de preparación, y nos dice: santifíquense, pues mañana hará el Señor en medio de ustedes cosas admirables.

Oración

Dios mío, que eres todo amor, gracias te doy por haber enviado para rescatarnos a tu divino Hijo: haz que comprendamos, amemos y practiquemos las lecciones que nos da en su pesebre.

Me prepongo amar a Dios sobre todas las cosas, y a mi prójimo como a mí mismo por amor de Dios; y en testimonio de este amor, diré con frecuencia: Divino niño Jesús, haz mi corazón semejante al tuyo.


Texto compilado por
José Gálvez Krüger
Directo de Studia Limensia
Para ACI Prensa y la Enciclopedia Católica


Gn III, 15

La cuna en que fue colocado el Salvador es de madrea, y se venera en Roma en la iglesia de Santa María la Mayor; en el siglo VII fue llevada a aquella ciudad junto con algunas piedras cortadas de la roca de gruta de Belén como lo manifiesta Benedicto XIV en el lib IV. De Canonis. Part.2. Para la descripción del pesebre tal comos se halla en el día, véanse las Tres Romas, t. I, 25 de diciembre.

Itinerario de París a Jerusalén, T. II, pág. 157

San Bonav. Vita Christi, c. 10

Lc II, 15-20