Card. Dionigi Tettamanzi,
Arzobispo de Génova
Lunes, 23 de febrero de 1997
1. Eutanasia significa "muerte dulce", dulce en el sentido de sin dolor, casi un morir sin darse cuenta. Más allá del nombre, nos interesa, sobre todo, la realidad de la eutanasia hoy, en la situación de nuestra sociedad y de nuestra cultura. A decir verdad, encontramos este fenómeno otras veces en la historia, pero en el momento presente se muestra con un rostro muy nuevo, en un cierto sentido inédito. Quisiera bosquejar este rostro, indicando algunos de sus elementos esenciales.
Un primer elemento es el aumento numérico de los casos de eutanasia. En Holanda durante el año 1995 han recurrido a la eutanasia cerca de 3600 personas. En el 80% de los casos la eutanasia, o suicidio asistido, ha concernido a los enfermos terminales de cáncer.
Otro elemento característico de hoy es el aumento de las formas de eutanasia: de aquellas más clásicas, para los enfermos incurables, atormentados por el dolor, pasamos ahora a las formas más modernas, más sofisticadas de eutanasia: se da por ejemplo la eutanasia de los niños nacidos deformes, también una eutanasia prenatal, que interviene sobre el feto antes de su nacimiento; así como la eutanasia de los ancianos inválidos y que son concebidos como una carga. Hace unos años una prestigiosa revista de medicina quiso incluir en el problema demográfico, es decir, en la regulación de la natalidad, como medio de intervención también a la eutanasia; leo de esta revista: "un programa de prevención de la superpoblación debe incluir también la eutanasia".
Pero hay un tercer elemento aún más interesante: la actitud que se asume en relación a estos casos de eutanasia. Hemos pasado de una actitud de condena muy clara, precisa, fuerte, a una actitud de tolerancia en relación a los casos más graves y más penosos; más aún, hemos ido más lejos y la actitud más difundida parece ser la de la aceptación. No faltan personas que extienden más esta actitud y se empeñan en favorecer y promover la eutanasia. Es cierto que usualmente se apresuran a decir que se trata de los casos más graves, pero luego la gravedad se define en las formas más elásticas o contradictorias.
Otro elemento de la eutanasia hoy se relaciona con las motivaciones interiores que mueven a pedir la eutanasia. Una de las más difundidas es la así llamada piedad ante los sufrimientos indecibles e insoportables. Pero hay otra motivación más: la de quien habla de una vida que en algunos casos no tiene valor. Otros van más lejos y piensan que los enfermos y los ancianos significan un problema gravísimo para nuestra sociedad, porque constituyen un peso, no sólo económico, sino también psicológico. Quisiera señalar también esta otra motivación, que se remonta a una concepción libertaria de la vida y que se compendia en un slogan, hecho circular abundantemente con ocasión de la campaña a favor del aborto: entonces, se decía muy frecuentemente. "El cuerpo es mío y lo administro yo". Ahora, todo esto se traslada a la vida y a la muerte y el slogan suena así: "la vida es mía y hago con ella lo que quiero" ("La vita è mia e ne faccio quello che voglio"). Inmediatamente, toma cada vez más la forma de la reivindicación de un derecho: si yo quiero, tengo el derecho de pedir y de obtener, al menos para mí mismo, la eutanasia. Sólo que este discurso se carga inmediatamente de consecuencias sociales, porque si existe el derecho de uno, ¿no debería a su vez existir un derecho también de la sociedad? Y, en esta línea, es del todo extraño que la ley misma intervenga para reconocer este derecho mediante la legalización de la eutanasia a pedido. Sin decir que, cuando se quisiese llegar a la legalización de la eutanasia, como ha ocurrido en otros países, puede surgir en las personas la idea de un deber pedir la eutanasia, cuando se encuentra en determinadas condiciones, gravosas no sólo para sí y para la propia familia, sino también para la sociedad. El final, entonces, viene a ser el de una eutanasia impuesta por ley.
2. Este es el rostro actual de la eutanasia, estos son algunos elementos que lo pintan. Sería interesante, a este punto, investigar las diversas causas que explican esta perspectiva cultural, cada vez más presente en nuestra sociedad. Sintetizándolo en una palabra, podremos hablar de una banalización extrema de un valor fundamental de la existencia humana, tal como es el de la vida y de la muerte. Todo esto puede parecer muy lejano a nosotros y en cambio es mucho más cercano de lo que se piensa. Para demostrarlo quisiera mencionar una noticia muy reciente, de mitad de enero: el nacimiento en Turín de una asociación, que se llama Exit y que toma el nombre de una asociación nacida en Holanda y que tiene como objetivo legalizar la eutanasia.
Quien ha hecho surgir esta asociación es un funcionario de la Iveco, Emilio Coveri, de 45 años. En dos meses, esta neonata asociación ha recibido el pedido de adhesión de 364 personas. Ya ha sido anunciada para el 1 de abril una asociación, que se llamaría Ocaso feliz (Tramonto felice). Es aún más preocupante leer las declaraciones de estos turineses: "Soy católico, aunque no practicante" y "Para mí la eutanasia es una obra de caridad".
Ante este fenómeno, quisiera brevemente trazar un cuadro en relación a la moral de la eutanasia. ¿Qué dice la moral humana y racional, y qué dice la moral cristiana? El mío es un juicio muy preciso, es el juicio ético y moral. Quisiera presentar tres momentos de este juicio moral sobre la eutanasia.
Ante todo, debo distinguir con mucha claridad la eutanasia del ensañamiento terapéutico. En segundo lugar, me detendré de manera específica en la eutanasia verdadera y propiamente dicha. Finalmente, concluiré con algunos compromisos morales prácticos.
3. Hay que distinguir con mucho cuidado dos problemas: el de la terapia de un enfermo que se encuentra en fase terminal y el de la eutanasia verdadera y propiamente dicha. Esta distinción no sólo es legítima, sino necesaria, porque los dos problemas responden a dos lógicas tan diversas entre ellas, que son irreductibles. El problema de la terapia del enfermo en fase terminal está comprendida en la lógica del sí a la vida; a veces, esto sí tiene a ser demasiado exagerado: nos encontramos en el caso del ensañamiento terapéutico. El problema de la eutanasia está comprendido más bien en el problema del no a la vida. He aquí por qué el argumento de esta tarde ha sido titulado: "Eutanasia hoy: un desafío a la cultura de la vida". Hoy, se habla mucho del así llamado ensañamiento terapéutico. Quien ha tenido familiares enfermos terminales, más de una vez se ha encontrado ante este dilema: "¿debemos continuar con la terapia o ha llegado el momento de renunciar a estas terapias sofisticadas?", dejando que el pariente muera en santa paz.
El ensañamiento terapéutico es un intento de retardar lo más posible la muerte, gracias a una intervención médica. Debo decir que respecto a algunos años atrás, cuando el ensañamiento terapéutico era deseado, hoy la impresión que se recibe es que se es más bien pronto a declarar el ensañamiento terapéutico y a renunciar a la terapia, sobre todo si es muy gravosa. Ante este problema, extremadamente padecido y delicado para los familiares y, en primer lugar, para los médicos, preocupados por afrontarlo y resolverlo en ciencia y en conciencia, pienso que son dos las exigencias que debemos aclarar y tratar de respetar hasta el fondo. La primera es definir cuándo hay un ensañamiento terapéutico: a mí me parece que hay unos criterios objetivos, que no dependen sólo del familiar o del médico; son criterios que se encuentran dentro de la realidad y que, por lo tanto, están arraigados en la realidad misma. A la luz de la reflexión bioética, parece que son tres, en base a los cuales podemos decir que estamos ante un ensañamiento terapéutico. El primer criterio es el de la inutilidad, cuando se trata de una cura que resulta del todo ineficaz e inútil: "podemos continuar, pero incluso continuando no obtenemos resultados". Cuando nos encontramos ante una situación de irreversibilidad, generalmente definida por la muerte cerebral, es verdaderamente inútil continuar.
Un segundo criterio es el de la gravosidad, o sea de la pena excesiva a la que estaría expuesto el enfermo, el cual terminaría por sufrir de más sea físicamente, sea moralmente.
Un tercer criterio es el de la excepcionalidad, o sea cuando se interviene con medios que son desproporcionados. Este es un criterio muy relativo, que cambia con el tiempo. Cuando se verifican juntos estos tres criterios, nos encontramos ante el ensañamiento terapéutico y, desde el punto de vista moral, podemos, algunos dicen debemos, renunciar a proseguir con el tratamiento.
Solo que este aspecto que parece fácil, lo es en teoría. No se trata de enunciar los criterios, sino de verificar si estos criterios se dan en el caso concreto. He aquí la segunda exigencia: la aplicación correcta de estos criterios. Al respecto el interesado es el médico y, cuando el médico permanece en la duda, la prudencia y la moral quieren que no sea sólo el médico quien juzgue, sino que el juicio sea formulado colegialmente. Hay un asunto particular al que se debe prestar atención: incluso cuando nos encontrásemos en esta situación, debemos continuar suministrando los cuidados ordinarios, como dar de beber y de comer. Sobre todo, no debe jamás faltar el cuidado humano fundamental, que es el de estar presentes y de compartir de algún modo el momento de la muerte. También la reciente encíclica "Evangelium vitae" de Juan Pablo II, que tiene algunos números dedicados a la eutanasia, claramente afirma que cuando estamos ante un ensañamiento terapéutico verdadero y propiamente dicho es lícito renunciar a esta terapia. Es más moral recurrir a las curas paliativas. Ya con Pablo VI en 1970 hubo una intervención muy importante en este campo: excluir la eutanasia "no significa obligar al médico a utilizar todas las técnicas de supervivencia, que le ofrece una ciencia infatigablemente creadora. En tales casos, ¿no sería una tortura inútil imponer la reanimación vegetativa en la última fase de una enfermedad incurable? El deber del médico consiste más bien en esforzarse por calmar el sufrimiento, en vez de prolongar los más posible, con cualquier medio, con cualquier condición, una vida que ya no es plenamente humana y que va naturalmente hacia su conclusión".
4. El punto centra concierne a la eutanasia verdadera y propiamente dicha, que podremos definir como "apoderarse de la muerte", "decidir el momento de realizarse de la muerte misma": por medio de la intervención médica es posible darse a uno mismo o a otros la muerte dulce. Esto puede suceder tanto suministrando como suspendiendo determinados fármacos. El interrogante más importante, que concierne a todo problema relativo a la vida, es éste: ¿la vida del hombre es una realidad disponible que puede ser usada por los hombres o más bien es una realidad de la que no se puede disponer? Este interrogante conduce a una pregunta aún más radical: ¿el hombre pertenece a sí mismo o pertenece a otro? Debemos escoger entre dos visiones del hombre: según la elección, será lícito aceptar o será necesario refutar la eutanasia. La primera visión del hombre la llamo antropología de la inmanencia; la segunda, antropología de la trascendencia.
5. La antropología de la inmanencia parte de esta idea fundamental: el hombre es un ser absoluto, y por lo tanto fuera y en contra de toda dependencia y de toda relación. El hombre se siente dueño de todo valor, porque se siente el creador de todo: el hombre como absoluto. "Si Dios ha muerto, todo está permitido", decía Dostoijewski: si el absoluto ya no es Dios, sino que es trasladado al hombre como tal. No debemos olvidar que esta es propiamente la primera tentación de la que nos habla la Biblia, y es la tentación perenne, la más satánica, más diabólica, la que introduce el ateísmo, en teoría o de hecho, en el mundo humano, porque Dios como Absoluto viene destituido y se pone sobre el trono al hombre. "Ciertamente no moriréis, sino que Dios sabe que, cuando comáis de se abrirán vuestros ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal". Un teólogo amigo mío ha escrito: "La primera tentación de Satanás es muy instructiva: Dios no es Dios; por lo tanto, el hombre decide lo que está bien y lo que está mal y así finalmente será liberado de su relación de dependencia de Dios". Muchas veces el hombre cede a esta tentación.
Si el hombre es el absoluto, la vida del hombre pertenece al hombre, es de su propiedad. Así como con la vida, el hombre puede disponer también de la muerte a su gusto o según sus intereses. De aquí se sigue la programación de cuándo y cómo morir. Como con la fecundación in vitro es el hombre quien decide el momento del surgir de una nueva vida, así también con la eutanasia es el hombre quien decide el momento de morir. Hay un último paso en el razonamiento de la antropología de la inmanencia: la libertad del hombre se agota al responder sólo por sí mismo. No tiene sentido una responsabilidad religiosa ante Dios y no tiene sentido una responsabilidad social ante los otros, porque esta es una concepción desintegradora de la convivencia: cada uno es un mundo en sí, cada uno es un rey. Si la libertad se separa de la religión, se reduce a la voluntad de la persona; pero la voluntad de la persona, ya no más iluminada por la razón, se torna una fuerza ciega, que convierte peligrosamente la libertad en puro arbitrio. El culmen de tal proceso es la afirmación de la libertad del individuo sobre todos y contra todos. La conclusión es que que no se pueden considerar como valores positivos el sufrir y, sobre todo, el morir. Entonces, el sufrir y el morir deben ser eliminados. En una cultura, que adora y sirve como sus ídolos el tener, el poder y el placer, no pueden sentirse en casa los sufrientes y los moribundos. ¿No es lógico, entonces, en esta visión del hombre, pedir e insistir en que venga legalizada la eutanasia?
6. Ante esta antropología está, sin embargo, la antropología de la trascendencia: ésta afirma que el hombre es ante todo un ser esencialmente relativo, relativo al Absoluto por excelencia, que es Dios. La dependencia de Dios, la relación con Dios, no son algo engorroso, mortificante para el hombre, sino, por el contrario, están impresas dentro como notas esenciales del ser humano. La visión cristiana de la existencia es la de Dios que crea al hombre a su imagen y semejanza. Se trata de una dependencia, de una relación, que hacen existir al hombre, que dan al hombre su mismo ser. Se sigue que el hombre en todo su ser y existir, en su vida, en su sufrimiento, en su muerte, no se pertenece a sí mismo, sino a Dios. Entonces la vida y la muerte son propiedad de Dios, porque el hombre como tal es propiedad de Dios, en el sentido liberador y exaltador del término. Esta es la luminosa conciencia que tenía San Pablo cuando en la Carta a los Romanos escribía: "sea que vivamos, sea que muramos, somos del Señor". La conclusión es que la identidad del hombre es la del ser un don; proviene de Dios, que es amor donante, y su ser más profundo es ser un don. He aquí por qué Juan Pablo II en el Angelus de ayer ha recordado el concepto de que la vida humana es un don de Dios, completamente en la lógica del hombre que pertenece a Dios y que se estructura como un don viviente que emana continuamente de Dios. Entonces, la libertad del hombre consiste en aceptarse a sí mismo y en vivir la verdad más profunda que tiene dentro de sí, la de ser un don: su vida, su sufrimiento, su muerte son las expresiones concretas de esta su realidad de fondo. En este concepto, la vida humana es un gran bien, pero no el mayor bien. Estas dos expresiones tan simples son formidables, porque tienen unas consecuencias concretas muy cotidianas y de gran interés. Si la vida es un gran bien, es lícita, incluso es obligatoria la lucha contra la enfermedad y contra el dolor. Nosotros los creyentes no estamos por un victimismo. La vocación del hombre no es al sufrimiento; Dios destina al hombre a la alegría. Es necesario luchar con todas nuestras fuerzas contra la enfermedad y el dolor. Ya Pío XI decía que era lícito el uso de los narcóticos, incluso si pudiesen acortar el tiempo de la vida. La vida, sin embargo, no es el bien más grande: en ciertos casos es lícito, e incluso obligatorio, sacrificar la propia vida: es el caso del mártir. Por otra parte, todos nosotros de hecho cada día gastamos nuestra vida en el deber, en el empeño, en el sacrificio: en un cierto sentido, de este modo abreviamos nuestra vida. Puesto que mayor es el amor, porque somos llamados a donarnos, es lícito, es necesario gastarnos. Me viene a la mente San Carlos Borromeo, muerto a los 46 años: se consumió. Es lícito y necesario morir de manera humana; en la medida de lo posible, la muerte debe se digna del hombre, conocida, acogida responsablemente, tal vez hasta con fatiga, con sacrificio; como somos responsables en los diversos momentos de la vida, tampoco la muerte debería ser una algo que sucede, sino algo que se vive. Paradójicamente, se dice que es necesario aprender a vivir la propia muerte.
Es posible, necesario, renunciar a un verdadero y propiamente dicho ensañamiento terapéutico. La renuncia no sólo es lícita, sino que es necesaria.
7. En fin, quisiera recordar un compromiso cultural práctico. Tomo la inspiración de una intervención de Juan Pablo II en la Universidad Católica del Sagrado Corazón, al término de una semana de estudio sobre el tema de la vida ante el dolor, la vejez y la eutanasia. El Papa dijo lo siguiente: "El compromiso que se impone a la comunidad cristiana en este contexto socio-cultural es más que una simple condena de la eutanasia o el simple intento de obstaculizarle el camino hacia una eventual legalización; el problema de fondo es cómo ayudar a los hombres de nuestro tiempo a tomar conciencia de la inhumanidad de ciertos aspectos de la cultura dominante y a redescubrir los valores más preciosos por ella ofuscados. El perfilarse de la eutanasia, como un nuevo puerto de muerte luego del aborto, debe ser tomado como un dramático llamado a todos los creyentes y a todos los hombres de buena voluntad a moverse con urgencia para promover con todos los medios una verdadera opción cultural de nuestra sociedad", es decir la cultura de la vida.
En este sentido, la moral no es solamente la valoración del bien y del mal, implicados en el comportamiento, sino, en última instancia, es la promoción de una cultura, de una mentalidad. El moralista no se limita a juzgar, pero se empeña en conseguir que la mentalidad y las costumbres estén de acuerdo con los valores del hombre.
Dos pilares de este edificio que estamos llamados a construir: la primera responsabilidad es la de volver a dar sentido al sufrir y al morir, volver a dar sentido y valor al sufrimiento y a la muerte. Sólo conociendo el por qué, podemos presentarnos como hombres en estos encuentros. En el contexto en el que estamos insertos, nos encontramos ante la corriente hedonista, que excluye a todos los que no son capaces de placer. Encontramos la corriente eficientista: quien cuenta es el hombre que hace, que tiene, que rinde. Los enfermos y los que sufren se tornan un peso a la sociedad y por lo tanto se decide su sacrificio. Otra característica es la de la tecnocracia, por la cual el hombre de hoy tiende a manipular toda realidad, si existe una realidad que no puede ser programada, es justamente la muerte. A menudo, somos nosotros quienes hablamos del sufrimiento y de la muerte; deberíamos callar y dejar que sean el sufrimiento y la muerte quienes hablen. Quien sufre, quien muere, verdaderamente, nos dice cosas de extrema importancia, que corren el riesgo de no ser acogidas.
La segunda responsabilidad es la de no abandonar solo a quien sufre, sino sobre todo a quien muere. También quienes piden la eutanasia, excavando más a fondo, no piden que se ponga fin a su vida, sino que piden que en aquellos momentos dramáticos no sean dejados solos. La responsabilidad de no dejar solos es de todos y, en particular, de los familiares, que a menudo tienen miedo; de los médicos: no basta dar una ayuda técnica, ¡sino que sobre todo es necesario saber dar una ayuda humana!
Concluyo recordando que somos solidarios con cuantos sufren y mueren: hay una solidaridad con el que sufre y con el está muriendo inevitablemente. ¿Cómo es nuestra solidaridad? Hay la solidaridad de la fuga: ante el enfermo desahuciado, el médico huye lejos, psicológicamente, más que espacialmente: huir y dejar en soledad significa alimentar una desesperación: cuando uno está desesperado, es propicio a todo, incluso a pedir la eutanasia. La solidaridad de la fuga es una contribución a la cultura de la muerte.
Entonces, hay una otra solidaridad que nos debe interpelar: la solidaridad de la presencia, que se expresa con la palabra, pero también, y no menos, con el silencio. Sólo esta solidaridad abre a la esperanza y da la fuerza para enfrentar el momento de la última prueba, superando no sólo el dolor, sino también el miedo. La medicina puede incluso eliminar el dolor, pero la solidaridad de la presencia puede eliminar el miedo.
Que el Señor nos obtenga comprometernos más en esta solidaridad de la presencia y nos conceda que en el momento de nuestro sufrimiento y de nuestra muerte podamos gozar de la solidaridad de la presencia de otras personas.