J. Millot
Vicario General de Versalles (1930)
Traducido del francés por José Gálvez Krüger para Aci Prensa
Mediante la mediación materna que ejerce en el Purgatorio, donde ella verdaderamente es reina y soberana, aliviando y liberando a las almas que se encuentran detenidas, la Santísima virgen justifica, plenamente, los amables símbolos bajo los cuales los mismos Padres de la Iglesia gustan designarla e invocarla. Ella es la puerta de cielo, la puerta de la vida eterna, la celeste puerta a través de cual pasamos del exilio al cielo; la puerta siempre abierta del paraíso.
Podríamos continuar mucho tiempo, todavía, las citas mediante las cuales los Santos Padres manifiestan esta mediación de María por sus hijos de la tierra y de aquellos que terminan de espiar sus faltas en el Purgatorio.
I
La gracia, primero de todos los bienes
Para la vida presente, hay un bien que debemos preferir a los otros, y que es, ciertamente, el único bien necesario; un bien que debemos colocar por encima de todos los bienes del mundo: por encima de la fortuna que acarrea más espinas que provecho y que convierte en polvo; por encima de los honores, que sólo traen más decepciones que alegrías y que vuelven humo; por encima de los placeres que degradan, que deshonran, que no dejan tras de sí sino vacío y remordimiento; por encima de la salud y de la vida misma, que son tan frágiles y que terminan quebrándose en la piedra del sepulcro.
Este bien, de orden superior – el don de Dios más exquisito y más gratuito – es la gracia: la gracia que supera todas las fuerzas y todas las exigencias de la naturaleza para elevarnos en el orden sobrenatural haciéndonos participantes de la vida misma de Dios; la gracia, que es en nosotros la semilla de la gloria futura; la gracia, sin la cual somos radicalmente impotentes para pensar, amar. Actuar, sufrir de una manera meritoria por el cielo.
Ahora bien, es enseñanza formal de la Iglesia que la gracia tiene por único autor a Dios, pero también que tiene a María como único canal.
Comprendamos bien esta doctrina.
II
Esta doctrina no quiere decir que entre el Hijo y la Madre no exista una diferencia esencial… Cristo, Hijo Dios, es Redentor; María, hija de Adán, es rescatada; rescatada, sin embargo, de una manera supereminente.
Esta distinción no deja de ser menos cierta, como dice “Bossuet, “que habiendo recibido por María una vez el principio universal de la gracia, recibimos así, por su intermedio, las diferentes aplicaciones en todos los estados diferentes que componen la vida cristiana”.1
Como ella cooperó, de una manera secundaria sin duda, pero muy real, en la adquisición de la gracia, trayendo al mundo a Jesús, es del todo conveniente – y tal es el plan divino – que coopere en la distribución de la gracia, que sea la tesorera y la dispensadora. De esta manera, la gracia nos es concedida por tres voluntades: la voluntad de Dios Padre que la confiere, la voluntad de Cristo que la merece, y la voluntad de María que la distribuye. Y San Bernardo, resumiendo, en una expresión célebre, al menos implícita, de los papas y de los doctores, de los teólogos y los santos, pudo decir: “No hay gracias que no descienda del cielo a la tierra que no pase por las manos de la Virgen María”. – Doctrina admirable que fue confirmada en un acto pontificio de la mayor relevancia: la institución, por Benedicto XV, de una fiesta, el 31 de mayo en honor de la Mediación universal de María.
III
De la misma manera que todas las gracias que son concedidas a la tierra y distribuidas por María, ella procura y refrenda, por decirlo así, estas cartas de libertad para las almas del Purgatorio.
Para los miembros de la Iglesia sufriente, como para los miembros de la Iglesia militante, ella es la mediatriz que conduce a Jesús. Esto no basta. He aquí un testimonio todavía más convincente: el de la Santísima Virgen misma hablando a Santa Brígida, como se puede ver en el libro de las Revelaciones de esta gran contemplativa: “Yo soy, dice la reina del cielo y la Madre de las misericordias, la dicha de los justos y la escala de los pecadores. No hay pena alguna en el Purgatorio que, mediante mi auxilio, no se vuelva más suave y más fácil de soportar”. Y en otra circunstancia ella agregó: “Yo soy la Madre de Dios, la Madre de todos aquellos que están en el Purgatorio, porque todas las penas que se inflingen a los pecadores para la expiación de sus faltas se ablandan por mi oración”. Y Nuestro señor mismo, hablando a María, le dice, como lo refiere además santa Brígida: “¡Tú eres mi Madre y la consolación de todos aquellos que están en el Purgatorio!”
Escuchen, finalmente el testimonio de la Iglesia, sostén y columna de la verdad, confirmando los datos de la sana razón, lo mismo que las declaraciones y las revelaciones de los santos en lo tocante al punto que nos ocupa. En su oración litúrgica de la misa cotidiana por los difuntos, la Iglesia solicita la clemencia del Soberano Juez, que perdona y que salva: ella pide por nuestros hermanos, nuestros semejantes, y nuestros benefactores la entrada en la eterna beatitud; y para obtener esta gracia no podría hacer nada mejor que encomendarse a la intercesión de la bienaventurada Virgen María. Beata Maria Samper Virgine intercedente! Ya que María se ocupa de las almas del Purgatorio, pues tiene capacidad para intervenir en su favor, y si pide por ellas, serán auxiliadas y salvadas, porque la oración de María es eficaz y obtiene siempre su efecto; Dios lo quiere así para honrar a su Madre.
La conclusión práctica que podemos sacar de esta doctrina es muy simple. Encomendemos nuestros difuntos a la Madre de Dios que es, a la vez, Madre de los hombres; ofrezcámosle las oraciones y la buenas obras que les queremos aplicar y. de golpe, aumentaremos su valor y eficacia. “La tierra posee apóstoles, patriarcas, profetas, mártires, confesores, vírgenes, lo mismo que otros tantos auxilios que imploro, porque tú eres la soberana de los órdenes angélicos. Todo lo que los ángeles pueden contigo, tú lo puedes sola, sin ellos. ¿Por qué lo puedes? Porque eres la Madre de Nuestro Salvador, la reina del cielo y de la tierra. Por eso recurro a ti, oh Santa Madre de Dios, para suplicarte humildemente que alivies y liberes a las almas que gimen en las prisiones del Purgatorio. Es la última gracia que esperan de ti, oh Madre de la divina gracia!”
1 Cuarto sermón para la fiesta de la Anunciación