La cuestión
ha sido planteada minoritariamente por eclesiásticos
que han creído interpretar el sentimiento de algunas
mujeres de nuestro tiempo, y ha dado lugar a los inevitables
comentarios de una prensa ávida de noticias sensacionales,
presta a encontrar fisuras en el cuerpo de la Iglesia.
Los propugnadores del sacerdocio femenino han buscado argumentos
de índole muy variada para apoyar su propuesta. Entre
todos ellos, se pone especial énfasis en aquellos que
manifiestan mayor seriedad.
1) Adecuación
de la Iglesia a las características de la sociedad
moderna
Tras siglos de opresión, la mujer se sitúa hoy
en una actitud reinvindicadora (el deseo de otorgarles el
sacerdocio no procede, sin embargo, de una actitud de emancipación
feminista, sino que ha sido promovido por eclesiásticos
principalmente). La Iglesia debe acoger institucionalmente
y a todos los niveles esta actitud, y superar así su
pasado antifeminista.
Aquí, es fácilmente observable tan sólo una concepción humana de la Iglesia, como si ella pudiera rectificar su esencia constitutiva. Su estructura fundamental no deriva de la sociedad, o de la cultura, o de la mentalidad de su tiempo. La Iglesia no puede pretender hacerse creíble o aceptable para los hombres a base de dejar de ser lo que es, aunque hubiese una opinión mayoritaria que lo reclamara: como Cristo, será siempre al no de contradicción, necedad para algunos y escándalo para otros, fiel a la voluntad divina expresada por la Revelación, conservada en su fe y en su vida de modo continuo y homogéneo, por veinte siglos, con la asistencia del Espíritu Santo.
2) Igualdad de
derechos entre el hombre y la mujer.
Es muy justo hablar de igualdad de derechos del hombre y de
la mujer en la sociedad civil, en base a su condición
de personas, y en base a que la naturaleza humana es una y
la misma en el hombre y en la mujer. También es muy
justo hablar de la igualdad radical de todos los fieles en
Cristo: igualdad en su común dignidad de hijos de Dios
por la gracia, igualdad en la vocación universal a
la santidad y a la bienaventuranza en el Cielo, igualdad también
del deber fundamental de cooperar activamente en la salvación
de las almas. Todo eso comporta también una cierta
igualdad de derechos en la Iglesia (aunque aquí conviene
usar de una cierta cautela al hablar de derechos: porque,
en este orden sobrenatural, dependen de lo que Dios haya querido
libremente concederle. Todos los fieles-el varón como
la mujer-han sido igualmente regenerados por Cristo en el
bautismo y hechos participes de su misión salvadora.
Sin embargo, ningún fiel-ni varón ni mujer-tiene realmente ningún derecho al sacerdocio ministerial. Como en el caso de la elección de los apóstoles y del apóstol de las gentes, es Dios quien llama al sacerdocio a quien quiere, cuando quiere y como quiere: "Nadie se arrogue esa dignidad, si no es llamado por Dios, como Aarón".
El orden sagrado no está en la linea de los derechos de los fieles, no es como el desarrollo normal del sacerdocio común de todos. El sacerdocio ministerial es un don peculiar, por el que Cristo asume a algunos para que obren en Su nombre con Su autoridad, para prestar a la Iglesia un ministerio peculiar .Como gratuitas y no debidas a los hombres fueron la Encarnación y Redención, gratuitas y no debidas son las condiciones establecidas por Dios para escoger a algunos para el ministerio sacerdotal.
Esto no se opone a la igualdad fundamental de los fieles, ni divide a los cristianos en dos categorías: argumentar de otra modo conduciría a un clericalismo demagógico, como antes tuvimos otro seudoaristocrático. La Virgen Maria, venerada con un culto especial, muy por encima de los santos, nunca tuvo un grado jerárquico en la Iglesia.
3) La prohibición
procede de una cultura y una mentalidad paganas.
Los propulsores del sacerdocio femenino argumentan que Cristo
eligió sólo hombres por los condicionamientos
sociales de la época y la influencia de la mentalidad
pagana. La elección de varones sería simplemente
un hecho histórico superable. Además, pese a
las influencias paganas en la primitiva cristiandad-añaden-,
se confirieron determinados ministerios a mujeres.
El Señor escogió como apóstoles a doce varones. Le seguían y servían mujeres-algunas más fleles y enérgicas que los apóstoles-, pero no las llamó al ministerio sacerdotal. Quienes piensan que Cristo se dejaba influir en ello por el ambiente, muestran, además de una actitud irreverente, una total incapacidad para conocerle: los Evangelios dan testimonio más que suficiente de su superioridad sobre los condicionamientos externos.
Por otra parte es gratuito afirmar que la elección exclusiva de varones fue un hecho y no manifestación de una voluntad expresa y perdurable: la Revelación se nos comunica con palabras y con obras, y además no sólo consta en la Escritura, sino también en la Tradición, y según la proposición autorizada del magisterio unitario y permanente.
La alusión a que la mentalidad pagana dificultaba la elevación de la mujer al magisterio sacerdotal, está mal traída, porque no es cierta: precisamente en el mundo pagano contemporáneo de la Iglesia primitiva eran frecuentes las sacerdotisaa, las vestales, etc., y, en cambio, las diaconisas de la Iglesia sólo realizaban oficios asistenciales, de preparación catequética, etc. No hay precedente alguno sobre el sacerdocio de la mujer.
4) La madurez
del laicado.
El reconocimiento del valor del sacerdocio común de
los fieles, la corresponsabilidad de todos los cristianos
en la misión única de la Iglesia, exigen la
presencia activa de la mujer en todos los ministerios eclesiásticos.
Los que así argumentan dicen que el problema consiste
simplemente en dar todo su verdadero valor al sacerdocio común
de los fieles. Ha llegado el momento histórico-concluyen-de
que la comunidad confíe a cualquiera de sus miembros,
según las circunstancias, cualquier ministerio y presidencia
sin discriminación alguna.
Se revela aquí una óptica clerical que lleva a concebir el sacerdocio ministerial como un ascenso en el escalafón eclesiástico, como una potenciación de la vocación cristiana, como la meta-en fin-de un carrera, ignorando la realidad eclesial y sumamente eficaz de una existencia cristiana plenamente secular.
De ahí que el Santo Escrivá de Balaguer, que ha dedicado su vida a defender la plenitud de la vocación cristiana del laicado, de los hombres y de las mujeres corrientes que viven en medio del mundo, y por tanto a procurar el pleno reconocimiento teológico y jurídico de su misión en la Iglesia y en el mundo, se haya sentido impulsado a señalar que el cristiano corriente, hombre o mujer, puede cumplir su misión específica, también la que le corresponde dentro de la estructura eclesial, sólo si no se clericaliza, si sigue siendo secular, corriente, persona que vive en el mundo y que participa de los afanes del mundo.
Pero, además, el argumento aludido revela también la confusión entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial, error que se incluía ya en el repertorio herético de Lutero. La diferencia esencial, y no de grado, entre ambos, ha sido manifestada frecuentemente por el Magisterio Eclesiástico.
Hemos considerado los principios fundamentales que responden a los argumentos más significativos; podrían añadirse otras razones de conveniencia, pero serian accidentales: lo que importa esencialmente es cómo Dios ha dispuesto las cosas; Dios ha dispuesto los miembros en el cuerpo, que es la Iglesia, y sólo Dios sabe las razones que tuvo para hacerlo.