Discursos y Homilías

Discursos y Homilías

Homilía del Santo Padre en la Misa celebrada en el Santuario de Meryem Ana Eví en Éfeso (29 de noviembre de 2006)

Queridos hermanos y hermanas,

en esta celebración eucarística queremos dar alabanza al Señor por la maternidad divina de María, misterio que aquí en Éfeso, en el Concilio Ecuménico del 431, fue solemnemente confesado y proclamado. En este lugar, tan querido a la comunidad cristiana, han venido en peregrinación mis venerables predecesores, los Siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II, el cual se detuvo en este Santuario el 30 de noviembre de 1979, a poco más de un año del inicio de su pontificado. Pero hay también otro Predecesor mío que estuvo en este país no como Papa, sino como Representante pontificio desde enero de 1935 hasta diciembre de 1944, cuyo recuerdo suscita aún mucha devoción y simpatía: el Beato Juan XXIII, Angelo Roncalli. Él nutría gran estima y admiración por el pueblo turco. Así me gusta recordar una expresión que se lee en su Diario de un alma: “Yo amo a los turcos, aprecio las cualidades naturales de este pueblo que tiene también su lugar preparado en el camino de la civilización”. Él, además, ha dejado como don a la Iglesia y al mundo una actitud espiritual de optimismo cristiano, fundado en una fe profunda y una constante unión con Dios. Animado por tal espíritu, me dirijo a esta nación y, de modo particular, al “pequeño rebaño” de Cristo que vive en medio de ella, para alentarlo y manifestarle el afecto de toda la Iglesia. Con gran afecto os saludo a todos vosotros, aquí presentes, fieles de Izmir, Mersin, Iskenderun y Antakia, y a aquellos otros venidos de diversas partes del mundo; como también a cuantos no han podido participar de esta celebración pero que están espiritualmente unidos a nosotros. Saludo, en particular, a Mons. Ruggero Franceschini, Arzobispo de Izmir, Mons. Giuseppe Bernardini, Arzobispo emérito de Izmir, Mons. Luigi Padovese, a los sacerdotes y religiosas. Gracias por vuestra presencia, por vuestro testimonio y vuestro servicio a la Iglesia, en esta tierra bendita donde, en los orígenes, la comunidad cristiana ha conocido grandes desarrollos, como afirman también las numerosas peregrinaciones que se realizan a Turquía.

Madre de Dios – Madre de la Iglesia

Hemos escuchado el pasaje del Evangelio de Juan que invita a contemplar el momento de la Redención, cuando María, unida al Hijo en el ofrecimiento del Sacrificio, extendió su maternidad a todos los hombres y, en particular, a los discípulos de Jesús. Testigo privilegiado de tal evento es el mismo autor del cuarto Evangelio, Juan, único entre los Apóstoles a permanecer en el Gólgota junto a la Madre de Jesús y a las otras mujeres. La maternidad de María, iniciada con el fiat de Nazaret, se realiza bajo la Cruz. Si es verdad –como observa san Anselmo- que “desde el momento del fiat María comenzó a llevarnos a todos en su seno”, la vocación y misión maternal de la Virgen en relación a los creyentes en Cristo se inició efectivamente cuando Jesús le dijo: “Mujer, ahí tienes a tu Hijo”. Viendo desde lo alto de la cruz a la Madre y a su costado al discípulo amado, el Cristo que muere reconoce la primicia de la nueva Familia que había venido a formar en el mundo, el germen de la Iglesia y de la nueva humanidad. Por esto se dirige a María llamándola “mujer” y no “madre”; término que utilizó confiándola al discípulo: “Aquí esta tu madre”. El Hijo de Dios realizó así su misión: nacido de la Virgen para compartir en todo, excepto en el pecado, nuestra condición humana, al momento del retorno al Padre dejó en el mundo el sacramento de la unidad del género humano: la familia “reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, cuyo núcleo primordial es justamente este vínculo nuevo entre la Madre y el discípulo. De tal modo permanecen unidas de modo indisoluble la maternidad divina y la maternidad eclesial.

Madre de Dios – Madre de la unidad

La primera Lectura nos ha presentado aquello que se puede definir el “Evangelio” del Apóstol de gentes: todos, también los paganos, son llamados en Cristo a participar plenamente en el misterio de la salvación. En particular, el texto contiene la expresión que he escogido como lema de mi viaje apostólico: “Él, Cristo, es nuestra paz”. Inspirado por el Espíritu Santo, Pablo afirma no solamente que Jesucristo nos ha traído la paz, sino que Él “es” nuestra paz. Y justifica tal afirmación refiriéndose al misterio de la Cruz: derramando “su sangre”, ofreciendo en sacrificio “su carne”, Jesús ha destruido la enemistad “en sí mismo” y ha creado “en sí mismo, de ambos, un solo hombre nuevo”. El apóstol explica en qué sentido, verdaderamente imprevisible, la paz mesiánica se ha realizado en la Persona misma de Cristo y en su misterio salvador. Lo explica escribiendo, mientras se encuentra prisionero, a la comunidad cristiana que vivía aquí, en Éfeso: “a los santos que están en Éfeso, creyentes den Cristo Jesús”, como afirma al inicio de la carta. A ellos el apóstol desea “gracia y paz de Dios, Padre nuestro, y del Señor Jesucristo. “Gracia” es la fuerza que transforma al hombre y al mundo; “paz” es el fruto maduro de tal transformación. Cristo es la gracia; Cristo es la paz. Ahora, Pablo se sabe enviado a anunciar un “misterio”, es decir, un designio divino que solo en la plenitud de los tiempos, en Cristo, se ha realizado y revelado: que “los gentiles están llamados, en Cristo Jesús, a participar de la misma herencia, a formar el mismo cuerpo y a ser partícipes de la promesa por medio del evangelio”. Este “misterio” se realiza, en el plano histórico-salvífico, en la Iglesia, aquel Pueblo nuevo en el cual, derrubado el viejo muro de separación, se reencuentran en unidad judíos y paganos. Como Cristo, la Iglesia no es solamente instrumento de la unidad, sino también es signo eficaz. Y la Virgen María, Madre de Cristo y de la Iglesia, es la Madre de aquél misterio de unidad que Cristo y la Iglesia inseparablemente representan y construyen en el mundo y a lo largo de la historia.

Pidamos paz para Jerusalén y el mundo entero

Hace notar el Apóstol de gentes que Cristo “ha hecho de los dos pueblos uno solo”: afirmación ésta, que se refiere en sentido propio a la relación entre judíos y gentiles en orden al misterio de la salvación eterna; afirmación, que puede extenderse, en plano analógico, a las relaciones entre los pueblos y las civilizaciones presentes en el mundo. Cristo “ha venido para anunciar la paz” no solo entre hebreos y no hebreos, sino entre todas las naciones, para que todas provengan del mismo Dios, único Creador y Señor del universo. Confortado por la Palabra de Dios, desde aquí, desde Éfeso, ciudad bendecida por la presencia de María Santísima –que sabemos es amada y venerada también por los musulmanes- elevemos al Señor una especial oración por la paz entre los pueblos. Desde esta porción de la Península anatólica, puente natural entre continentes, invoquemos paz y reconciliación sobre todo por aquellos que habitan en la Tierra que llamamos “santa”, y que es considera tal tanto por cristianos, como por hebreos y musulmanes: es la tierra de Abraham, de Isaac y de Jacob, destinada a alojar un pueblo que se convertiría en bendición para todas las gentes. ¡Paz para la humanidad entera! Que la profecía de Isaías pueda pronto realizarse: “Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra”. Todos tenemos necesidad de esta paz universal; la Iglesia está llamada a ser no solo la anunciadora profética de esta paz, sino más aún, “signo e instrumento”. Justamente en esta perspectiva de universal pacificación, se hace más profundo e intenso el anhelo hacia la plena comunión y concordia entre todos los cristianos. En la celebración de hoy están presentes fieles católicos de diversos ritos, y esto es motivo de gozo y de alabanza a Dios. Tales ritos, de hecho, son expresión de aquella admirable variedad de la que es adornada la Esposa de Cristo, en la medida en que sepamos converger en la unidad y en el común testimonio. Ejemplar a tal fin debe ser la unidad entre los Ordinarios en la Conferencia Episcopal, en la comunión y en el compartir los esfuerzos pastorales.

Magnificat

La liturgia de hoy nos ha hecho repetir, como refrán al Salmo responsorial, el cántico de alabanza que la Virgen de Nazaret proclamó en el encuentro con la anciana pariente Isabel. Consoladoras resuenan también en nuestros corazones las palabras del salmista: “misericordia y verdad se encontrarán, justicia y paz se besarán”.

Queridos hermanos y hermanas, con esta visita he querido que sintierais el amor y la cercanía espiritual, no solamente míos, sino de la Iglesia universal a la comunidad cristiana que aquí, en Turquía, es efectivamente una pequeña minoría y afronta día tras día no pocos retos y dificultades. Con firme confianza cantemos junto con María el “Magníficat” de la alabanza y del agradecimiento a Dios, que mira la humildad de su sierva. Cantémoslo con alegría también cuando somos probados por dificultades y peligros, como lo manifiesta el hermoso testimonio del sacerdote romano Andrea Santero, a quien con gusto recuerdo también en nuestra celebración. María nos enseña que Cristo es la fuente de nuestra alegría y el único apoyo firme, y nos repite sus palabras: “No temáis”, “Yo estoy con vosotros”. Nos confiamos a su brazo poderoso. Y tú, Madre de la Iglesia, ¡acompaña siempre nuestro camino! ¡Santa María, Madre de Dios ora por nosotros! “Aziz Meryem Mesih’in Annesi bizim için Dua et”. Amén.


Traducción: ACI Prensa