El 28 de noviembre de 1979 el Papa Juan Pablo II en su cuarto viaje apostólico, realizó su primera visita ecuménica a Turquía. En los encuentros que tuvo, tiene significación especial su visita a Éfeso ocurrida el 30 de noviembre. Allí, en la casa de la Virgen, en la celebración de la Eucaristía pronunció esta homilía:
COMPROMISO SOLEMNE ANTE MARÍA
El concilio que reconoció a Nuestra Señora el título de «Theotókos»
1. Con el corazón desbordando de profunda emoción tomo la palabra en esta solemne liturgia, que nos ve reunidos en torno a la mesa eucarística para celebrar, en la luz de Cristo Redentor, la memoria gloriosa de su Santísima Madre. El espíritu está dominado por el pensamiento de que, precisamente en esta ciudad, la Iglesia reunida en concilio -el III concilio ecuménico-, reconoció oficialmente a la Virgen María el título de «Theotókos», que ya le tributaba el pueblo cristiano, pero contestado desde hacía algún tiempo en algunos ambientes influidos sobre todo por Nestorio. El júbilo con el que el pueblo de Éfeso acogió, en aquel lejano 431, a los padres que salían de la sala del concilio donde se había reafirmado la verdadera fe de la Iglesia, se propagó rápidamente por todas las partes del mundo y no ha cesado de resonar en las generaciones sucesivas, que en el curso de los siglos han continuado dirigiéndose con confianza a María como aquella que ha dado la vida al Hijo de Dios.
También nosotros hoy, con el mismo impulso filial y con la misma confianza profunda, recurrimos a la Virgen Santa, saludando en ella a la «Madre de Dios» y encomendándole los destinos de la Iglesia, sometida en nuestro tiempo a pruebas singularmente duras e insidiosas, pero empujada también por la acción del Espíritu Santo en los caminos abiertos a las esperanzas más prometedoras.
CRISTO Y EL HOMBRE
2. «Madre de Dios». Al repetir hoy esta expresión cargada de misterio, volvemos con el recuerdo al momento inefable de la encarnación y afirmamos con toda la Iglesia que la Virgen se convirtió en Madre de Dios por haber engendrado según la carne a un Hijo que era personalmente el Verbo de Dios. ¡Qué abismo de condescendencia divina se abre ante nosotros!
Se plantea espontáneamente una pregunta al espíritu: ¿Por qué el Verbo ha preferido nacer de una mujer (cf. Ga 4,4) antes que descender del cielo con un cuerpo ya adulto, plasmado por la mano de Dios (cf. Gn 2,7)? ¿No habría sido éste un camino más digno de Él, más adecuado a su misión de Maestro y Salvador de la humanidad? Sabemos que, en los primeros siglos, sobre todo, no pocos cristianos (los docetas, los gnósticos, etc.) habrían preferido que las cosas hubieran sido de esa manera. En cambio el Verbo eligió el otro camino. ¿Por qué?. La respuesta nos llega con la límpida y convincente sencillez de las obras de Dios. Cristo quería ser un vástago auténtico (cf. Is 11,1) de la estirpe que venía a salvar. Quería que la redención brotase como del interior de la humanidad, como algo suyo. Cristo quería socorrer al hombre no como un extraño, sino como un hermano, haciéndose en todo semejante a él menos en el pecado (cf. Hb 4,15). Por esto quiso una madre, y la encontró en la persona de María. La misión fundamental de la doncella de Nazaret fue, pues, la de ser el medio de unión del Salvador con el género humano.
En la historia de la salvación, sin embargo, la acción de Dios no se desarrolla sin acudir a la colaboración de los hombres: Dios no impone la salvación. Ni siquiera se la impuso a María. En el acontecimiento de la anunciación no se dirige a ella de manera personal; interpeló su voluntad y esperó una respuesta que brotase de su fe. Los Padres han captado perfectamente este aspecto, poniendo de relieve que «la Santísima Virgen María, que dio a luz creyendo, había concebido creyendo» (SAN AGUSTÍN, Serm. 215,4; cf. SAN LEÓN M., Sermo I in Nativitate 1, etc.) y esto ha subrayado también el reciente concilio Vaticano II, afirmando que la Virgen, «al anuncio del ángel, recibió en su corazón y en su cuerpo al Verbo de Dios» (Lumen gentium 53).
El «fiat» de la anunciación inaugura así la Nueva Alianza entre Dios y la criatura: mientras este «fiat» incorpora a Jesús a nuestra estirpe según la naturaleza, incorpora a María a Él según la gracia. El vínculo entre Dios y la humanidad, roto por el pecado, ahora felizmente está restablecido.
MADRE DEL CRISTO TOTAL
3. El consentimiento total e incondicional de la «sierva del Señor» (Lc 1,38) al designio de Dios fue, pues, una adhesión libre y consciente. María consintió en convertirse en la Madre del Mesías, que vino «para salvar a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21; cf. Lc 1,31). No se trató de un simple consentimiento para el nacimiento de Jesús, sino de la aceptación responsable de participar en la obra de la salvación que Él venía a realizar. Las palabras del «Magnificat» ofrecen clara confirmación de esta conciencia lúcida: «Acogió a Israel, su siervo -dice María- acordándose de su misericordia. Según lo que había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia para siempre» (Lc 1,54-55).
Al pronunciar su «fiat», María no se convierte sólo en Madre de Cristo histórico; su gesto la convierte en Madre del Cristo total, «Madre de la iglesia». «Desde el momento del fiat -observa San Anselmo- María comenzó a llevarnos a todos en su seno»; por esto, «el nacimiento de la Cabeza es también el nacimiento del Cuerpo», proclama San León Magno. San Efrén, por su parte, tiene una expresión muy bella a este respecto: María, dice él, es «la tierra en la que ha sido sembrada la Iglesia».
Efectivamente, desde el momento en que la Virgen se convierte en Madre del Verbo encarnado, la Iglesia se encuentra constituida de manera secreta, pero germinalmente perfecta, en su esencia de Cuerpo místico: en efecto, están presentes el Redentor y la primera de los redimidos. De ahora en adelante, la incorporación a Cristo implicará una relación filial no sólo con el Padre celeste, sino también con María, la Madre terrena del Hijo de Dios.
LA IMAGEN MÁS PERFECTA DE LA IGLESIA
4. Cada Madre transmite a los hijos la propia semejanza: también entre María y la Iglesia hay una relación de semejanza profunda. María es la figura ideal, la personificación, el arquetipo de la Iglesia. En Ella se realiza el paso del antiguo al nuevo Pueblo de Dios, de Israel a la Iglesia. Ella es la primera entre los humildes y pobres, el resto fiel, que esperan la redención; y Ella es también la primera entre los rescatados que, en humildad y obediencia, acogen la venida del Redentor. La teología oriental ha insistido mucho en la «Katharsis» que se obra en María en el momento de la anunciación; baste recordar aquí la emocionada paráfrasis que hace de ello Gregorio Palamas en una homilía: «Tú eres ya santa y llena de gracia, ¡oh Virgen!, dice el ángel a María. Pero el Espíritu Santo vendrá de nuevo sobre ti, preparándote mediante un aumento de gracia al misterio divino» (Homilía sobre la Anunciación: PG 151,178).
Por lo tanto, con razón, en la liturgia con que la Iglesia oriental celebra las alabanzas de la Virgen, ha puesto de relieve el cántico que la hermana de Moisés, María, eleva al paso del mar Rojo, como para indicar que la Virgen ha sido la primera en atravesar las aguas del pecado a la cabeza del nuevo Pueblo de Dios, liberado por Cristo.
María es la primicia y la imagen más perfecta de la Iglesia: «La parte más noble, la parte mejor, la parte más importante, la parte más selecta» (RUPERTO, In Apoc. I, VII 12). «Asociada a todos los hombres necesitados de salvación», proclama también el Vaticano II, Ella ha sido redimida «de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo» (Lumen gentium 53). Por lo mismo, María se presenta a todo creyente como la criatura toda pura, toda hermosa, toda santa, capaz de «ser Iglesia» como ninguna otra criatura lo será nunca aquí abajo.
MODELO PARA LOS CRISTIANOS
5. También nosotros hoy miramos a María como a nuestro modelo. La miramos para aprender a construir la Iglesia a ejemplo suyo. Para este fin sabemos que debemos, ante todo, progresar bajo su guía en el ejercicio de la fe. María vivió su fe en una actitud de profundización continua y de descubrimiento progresivo, pasando a través de momentos difíciles de tinieblas, ya desde los primeros días de su maternidad (cf. Mt 1,18), momentos que superó gracias a una actitud responsable de escucha y de obediencia a la Palabra de Dios.
También nosotros debemos realizar todo esfuerzo para profundizar y consolidar nuestra fe «escuchando, acogiendo, proclamando, venerando la Palabra de Dios, escudriñando a su luz los signos de los tiempos e interpretando y viviendo los acontecimientos de la historia» (cf. PABLO VI, exhort. apost. «Marialis cultus» 17; ID., Enseñanzas al Pueblo de Dios [1974] p.454).
María está ante nosotros como ejemplo de valiente esperanza y de caridad operante: Ella caminó en la esperanza, pasando con dócil prontitud de la esperanza judaica a la esperanza cristiana, y actuó la caridad, acogiendo en sí sus exigencias hasta la hasta la donación más completa y el sacrificio más grande.
A ejemplo suyo, también nosotros debemos permanecer firmes en la esperanza aún cuando nubarrones tempestuosos se agolpen sobre la Iglesia, que avanza como nave entre las olas, no raramente hostiles, de las vicisitudes humanas; también nosotros debemos crecer en la caridad, cultivando la humildad, la pobreza, la disponibilidad, la capacidad de escucha y de condescendencia en adhesión a cuanto Ella nos ha enseñado con el testimonio de toda su vida.
NO DESCANSAR HASTA LLEGAR FELIZMENTE A LA META
6. Especialmente queremos comprometernos hoy a una cosa a los pies de esta nuestra Madre común: nos comprometemos a llevar adelante, con toda nuestra energía y en actitud de total disponibilidad a las mociones del Espíritu, el camino hacia la perfecta unidad de todos los cristianos. Bajo su mirada materna estamos prontos a reconocer nuestras recíprocas culpas, nuestros egoísmos, nuestras morosidades.
Ella ha engendrado un Hijo único, nosotros, por desgracia, se lo presentamos dividido. Este es un hecho que nos produce malestar y pena que expresaba mi predecesor de venerada memoria, el Papa Pablo VI, en las palabras iniciales del «Breve» con el que abrogaba la excomunión pronunciada tantos siglos atrás contra la sede de Constantinopla: «Pensamos nosotros, que llevamos el nombre de cristianos como recuerdo del Salvador, en la exhortación del Apóstol de las Gentes: Vivid en la caridad como Cristo nos amó (Ef 5,2). Por ella nos sentimos movidos, especialmente en estos tiempos, que con más instancia nos urgen a dilatar los horizontes de la caridad» (7 de diciembre de 1965).
Mucho camino se ha andado desde aquel día; sin embargo, quedan otros pasos que dar. Confiamos a María el sincero propósito de no descansar hasta que se llegue felizmente a la meta. Nos parece oír de sus labios las palabras del Apóstol: «no haya contiendas, envidias, iras, ambiciones, detracciones, murmuraciones, engreimientos, sediciones» (2 Co 12,20).
Acojamos con corazón abierto esta advertencia maternal y pidamos a María que esté junto a nosotros para guiarnos, con mano dulce pero firme, en los caminos de la comprensión fraterna plena y duradera.
Así se cumplirá el deseo supremo, pronunciado por su Hijo en el momento en que estaba para derramar su sangre por nuestro rescate: «que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros, y el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21)”.
Fuente http://www.idyanunciad.net