Hace unos 15 años en el National Review, Robert Reilly –conocido por su libro The Closing of the Muslim Mind (La cerrazón de la mente musulmana)– escribió un importante ensayo titulado “La Cultura del Vicio” (Puede encontrarse en línea aquí en inglés: http://catholiceducation.org/articles/civilization/cc0020.html ). Siempre he regresado a este breve y excelente artículo que explica mejor que otros que he leído lo que ha sucedido recientemente con la cultura y las razones de ello.
Reilly comienza con la famosa cita de Aristóteles sobre el hecho que los hombres empiezan cambios revolucionarios motivados por sus propias “vidas privadas”. Por su parte, Platón ya había enseñado antes que un desorden del alma, especialmente en las almas de los talentosos y atractivos, si no se corrigen, terminan eventualmente en un desorden del gobierno.
Reilly explica este proceso por el que, esencialmente, el mal y el bien cambian de lugar en la costumbre y la ley. El mal sigue siendo mal. El bien sigue siendo bien. Eso no cambia y no puede cambiar. Sin embargo, se puede pretender que ambos se transforman cada uno en lo otro.
“Vicio” es un término técnico. Se refiere a una errada o equivocada manera de vivir en la que nos habituamos siempre a elegir lo malo por encima de lo bueno. Nuestra libertad es tal que podemos hacer esto. “Virtud” es lo opuesto al vicio.
A los hábitos por los que usualmente escogemos lo bueno, pero no siempre, Aristóteles los llamaba “continentes” y a los que nos hacen escoger lo malo, pero no siempre, “incontinentes”. Él pensaba que la mayoría de la gente correspondía a una de estas dos posiciones intermedias.
Sin embargo, Aristóteles era consciente de la probabilidad de que aquellos que escogían el mal en sus propias almas corromperían al resto de la sociedad. El proceso de convertir el bien en mal es lo que Reilly denomina “cultura del mal”.
Esencialmente, ese es un proyecto que C. S. Lewis señaló alguna vez: hacer lo malo como bueno y lo bueno como malo, aunque de hecho esto último no se puede hacer. Lo que sí se puede hacer es dar la impresión de que se puede, y para eso están el poder de la opinión pública y la ley positiva.
Reilly demuestra este proceso con los casos del aborto y la homosexualidad, que ahora se consideran “derechos” y “virtudes”. Ambos siguen siendo lo que son, sin importar, por supuesto, cómo se les llame. Es decir, sus efectos corruptores se manifiestan pese a que rechazamos reconocerlos.
Lo que es brillante del ensayo es la clara mirada al proceso que hace que lo que originalmente es visto como vicio, con el tiempo llega a ser llamado “virtud” o “derecho”, teniendo en cuenta que la primera cuestión sobre la virtud no aparece al principio en la esfera pública.
Los pasos generales del proceso son estos: el primero es la solidaridad-compasión. No se reconoce una ley natural en las cosas y especialmente en las cosas humanas en las que sabemos que están estos vicios. Se busca la compasión para alguien que las practica. Si esta persona rechaza arrepentirse o buscar el perdón, tiene entonces que odiar al mundo que define el vicio como vicio. Se vuelve contra el mundo y no contra su alma.
Todo el mundo quiere aprobación. Por eso la tolerancia del vicio es el segundo paso: se considera así que se está ante un caso excepcional pero lo pasamos por alto. Es puramente privado. Pero es lo que queremos. No podemos aceptar la distinción entre práctica y tendencia. Tenemos “derecho” a practicar nuestro vicio y aprovechamos que la palabra “derecho” es confusa pero poderosa en nuestra cultura.
A continuación, entonces, si tenemos un “derecho” nada puede estar mal en nuestras maneras. Quienes insisten en que algo está mal “discriminan”. La ley tiene que garantizar nuestro “derecho” a practicar lo que definimos como bueno. Para hacer esto tenemos que eliminar del mundo cualquier signo de ese entendimiento por el que algunas actividades son malas o no naturales.
Desarrollamos así una teoría del cosmos que no revela nada de lo que somos. De esa forma nuestra libertad termina por referirse al “derecho” a moldearnos a nosotros mismos para ser cualquier tipo de ser que queramos ser. Entonces ya no existe estándar de lo humano.
El paso final hace que lo que una vez se llamó virtud sea un vicio y sea definido, además, en la ley civil. Nadie puede cuestionar la legitimidad del vicio-convertido-en-virtud. Toda la estructura de la educación, el trabajo, el ejército, el gobierno y la religión tiene que conformarse a la “nueva ley” que rige ahora para todos.
Cuando lo vemos de este modo, podemos apreciar claramente que ese es el proceso que la civilización occidental ha seguido en el pasado reciente. Los vicios “privados” se han convertido en leyes públicas impuestas a todos. Es todo muy lógico, como usualmente es el vicio. La descripción que hace Reilly de la proyección de nuestros vicios interiores en la cultura es fascinante.
Lo que también es provocador sobre este análisis es la conciencia de que nadie puede vivir simplemente con sus propios pecados si es que decide no darse cuenta de lo que en realidad son. Termina por insistir en que sus pecados sean reconocidos como un bien. El cristianismo sospecha desde ya hace mucho que los pecados puramente “privados” no existen. El ensayo de Reilly nos explica por qué sucede eso. Es, como dije, un ensayo excepcional.
James V. Schall, S.J., es catedrático en la Georgetown University y un de los más prolíficos autores católicos en Estados Unidos. Si libro más reciente es The Mind That Is Catholic (La mente que es católica).
Este artículo fue publicado originalmente en inglés en el sitio web TheCatholicThing.org. La traducción es de ACI Prensa. Su reproducción parcial o total requiere del permiso de los editores.