Por Tomás Melendo
Castidad conyugal: "Amor triunfal de dos personas sexuadas".
Hablar de castidad en pleno siglo XXI puede parecer chocante y anacrónico. Tal vez porque, erróneamente, ese término suele aludir a un conjunto de negaciones del todo ajenas al amor, hasta acabar por identificarse con la pura y simple abstención del trato corporal.
Refiriéndola a los casados, y con palabras que recuerdan las antes citadas, la castidad conyugal sería la virtud que hace posible y facilita que a los quince, veinte, veinticinco o muchos más años de matrimonio, cada esposo se encuentre tan enamorado del otro y éste le resulte tan atractivo, en todos los sentidos del término, como aquel día ya lejano en que los dos quedaron recíprocamente prendados; o mejor, porque es más cierto, mucho más amable y arrebatador que entonces, por cuanto el cariño prolongado le ha conducido a descubrir y ahondar en su riqueza personal y en su hermosura más real y certera.
La castidad, por consiguiente, es algo grande, excelso, positivo, que no se limita o resuelve en un conjunto de prohibiciones y que va mucho más allá de los dominios de la mera genitalidad. Su objeto propio, como el de toda virtud, es el amor: En este caso, el amor de dos personas sexuadas -varón y mujer- y justo en cuanto tales. Y su fin, hacer que se despliegue y fructifique ese cariño en todas y cada una de sus dimensiones, no sólo en las directamente relacionadas con el trato corporal ni genital.
Acrecentar el cariño
Se entiende entonces que el principal y más definitivo acto de esta virtud consista en fomentar positivamente, con las mil y una finuras que el ingenio enamorado descubre, el amor hacia el otro cónyuge.
Por eso, para vivirla en toda su grandeza, es oportuno que cada miembro del matrimonio dedique expresamente todos los días unos minutos a decidir aquel o aquellos detalles de cariño y delicadeza con los que dará una alegría al otro y elevará la calidad y la temperatura del amor mutuo; como también que ponga todos los medios a su alcance para que esas manifestaciones de afecto decidido lleguen a cumplirse, teniendo en cuenta que si no se empeña en darles vida es muy posible que el trabajo y las demás ocupaciones las dejen en simple "buena intención".
De manera similar, un marido enamorado tiene que estar dispuesto a repetir muchas veces al día a su esposa, junto con otras manifestaciones de afecto, que la quiere. ¡Claro que ella ya lo sabe! Pero necesita de forma casi perentoria que semejante confirmación gozosa le entre por los oídos muy a menudo: es una delicadeza aparentemente mínima, pero que la reconforta y le da vigor para seguir en la brega, a veces ingrata, de sacar adelante con bríos renovados el hogar y la familia. Y el varón, por su parte, además de agradecer también en muchos casos la declaración paralela de su esposa, necesita pronunciar esas palabras para reforzar, mediante la afirmación expresa y materializada, los quilates de su amor y de su fidelidad.
Además, y por poner otro ejemplo, marido y mujer han de esforzarse asimismo con frecuencia por sorprender a su pareja con algo que ésta no esperaba y que revela su aprecio e interés por ella. No sólo en los días señalados, en los que esas manifestaciones "ya se suponen", sino justo en aquellos otros en los que no existiría ningún motivo para tener una atención especial... ¡excepto el cariño enamorado de los cónyuges, siempre vivo y siempre creciente! Teniendo en cuenta, por otro lado, que lo importante es ese fijar la mirada en el otro, dedicarle tiempo y atención, y no necesariamente el valor material de lo que se ofrenda.
En la misma línea, para vivir la plenitud del amor que aquí estamos considerando, resulta imprescindible que los cónyuges sepan encontrar ratos para estar, conversar y descansar a solas, en las mejores condiciones posibles, venciendo la pereza inercial que a veces pudiera acosarles. Sin hacer de esto un absoluto, sino a modo de simple sugerencia, una tarde o una noche a la semana dedicada en exclusiva al matrimonio, además de facilitar enormemente la comunicación, constituye uno de los mejores medios para que la vida de familia -y, por tanto, el cariño hacia los hijos- progrese y se consolide, hasta dar frutos sazonados de calidad personal. Por eso, la solicitud y el mimo a la propia pareja debe anteponerse a las obligaciones laborales y sociales y, si valiera la contraposición un tanto paradójica, incluso al cuidado "directo" de los niños... que quedará potenciado por el amor mutuo de sus padres.
Fomentar la atracción
A la vista de cuanto estamos viendo, resulta fácil comprender que es un acto de virtud -de la virtud de la castidad, en concreto- hacer cuanto esté en nuestras manos para aumentar la atracción, también la estrictamente sexual, a y de nuestro cónyuge.
Particularmente, parece manifestación de buen sentido aprovechar el gozo entrañable que está unido al abrazo amoroso personal e íntimo para resolver pequeñas discrepancias o desavenencias surgidas durante el día, para poner fin a una situación de tirantez, o para relajarse en momentos en que la vida profesional o familiar de uno u otra generan especiales tensiones. Como consecuencia, entre otras cosas, ambos tendrán que prestar atención a su aspecto físico.
Como también resulta imprescindible, y estamos ahora ante una cuestión más de fondo y de conjunto, que ambos esposos sepan presentarse y contemplarse, a lo largo de toda su vida, por lo menos con el mismo primor y embeleso con que lo hacían en los mejores momentos de su etapa de novios. Obrar de otra manera, dejar que el amor se enfríe o se momifique, equivale a poner al cónyuge en el disparadero, propiciando que busque fuera del hogar el cariño y las atenciones que todo ser humano necesita la cualquier edad!... y que nunca deben darse por supuestos.
Situada en este horizonte vital, la mujer debe estar persuadida de que la fecundidad embellece y de que su marido posee la suficiente calidad humana para apreciar la nueva y gloriosa hermosura derivada de la condición de madre.
Ciertamente, la maternidad reiterada suele "romper las proporciones materiales" que determinados y superficiales cánones de belleza femenina pugnan por imponernos. Pero el menos perspicaz de los maridos, si se encuentra de veras enamorado, advierte el esplendor que esa "desproporción" lleva consigo; reconoce que su mujer es más hermosa -e incluso sexualmente más atractiva- que quienes se pavonean con un remedo de belleza reducido a "centímetros" y "contornos".
A poca sensibilidad que posea, un varón descubre embelesado en el cuerpo de su mujer, acaso menos vistoso: I) el paso de su propio amor de marido y padre; II) la huella de los hijos que ese cariño ha engendrado ¡Cómo no habría de sentirse cautivado por semejantes enriquecimientos!
Después de bastantes años de casado y de trato con otros matrimonios, en ocasiones experimento la necesidad de pedir a las esposas que se "conformen" con gustar a sus maridos... y gocen plenamente con ello. Que, sobre todo con el correr del tiempo, no pretendan "gustarse a sí mismas" son sus críticas más feroces- ni admitan comparaciones con sus amigas o con otras personas de su mismo sexo... y mucho menos con las más jóvenes. Que crean a pies juntillas a sus esposos cuando éstos le digan que están muy guapas, sin oponer siquiera en su interior la más mínima reserva... Toda mujer entregada -esposa y madre- debe tener la convicción inamovible de que incrementa su hermosura radicalmente humana en la exacta medida en que va haciendo más actual y operativa la donación a su esposo y a sus hijos.
Tú y solo tú
La otra cara de la virtud de la castidad, aparentemente negativa, pero derivada de la misma necesidad de hacer crecer el cariño mutuo, podría concretarse en la obligación gustosa de evitar todo lo que pudiera enfriar ese amor o ponerlo entre paréntesis, aunque fuera por unos minutos. Por tanto, el sentido de esa renuncia es eminentemente positivo: de lo que se trata, también ahora, es de que el amor conyugal madure y alcance su plenitud. No debería olvidarse este extremo si se quiere comprender a fondo el verdadero significado de la virtud de la castidad, su valencia de tremenda afirmación.
Si nos atenemos a quienes se hallan unidos en matrimonio, que son los que aquí estamos contemplando, esa afirmación, tomada en serio, se constituye en criterio claro y delicadísimo de amor al cónyuge. Para el hombre casado no puede existir otra mujer, en cuanto mujer, más que la suya. Obviamente, ese varón (y lo mismo, simétricamente, se podría afirmar de su esposa) se relacionará con personas del sexo complementario: compañeras de trabajo, secretarias, alumnas, coincidencias en viajes... Y la educación y el respeto le llevará comportarse con ellas con delicadeza y deferencia. Pero a ninguna la tratará en cuanto mujer -poniendo en juego su condición de varón, que ya no le pertenece-, sino exquisitamente en cuanto persona.
Y esto, que de entrada podría presentarse como en exceso teórico e incluso artificial y alambicado, tiene una traducción muy clara y operativa: todo lo que yo hago con mi mujer justamente por ser mi mujer debo evitarlo al precio que fuere con cualquier otra: lo que comparto con ella por ser mi esposa no puedo compartirlo con nadie más.
Aunque estemos ante personas aparentemente maduras, en este punto es muy fácil ser ingenuos. Pues, en principio, y después de unos cuantos años de tratar a diario con nuestra pareja en los momentos de alza y en los de bancarrota, cualquier otra mujer o cualquier otro varón se encuentran en mejores condiciones que los propios para presentar ante nosotros "intermitentemente" -en los aislados espacios de trato mutuo- su cara más amable. No nos los encontramos sin arreglar, recién levantados o levantadas, cuando podría incluso decirse que "simplemente no son ellos/as"; ni suelen estar cansados o cansadas, ni tienen que resolver con nosotros los problemas planteados por los hijos o los quebraderos de cabeza de una economía no muy boyante...
Arreglado o arreglada, dispuesto casi por instinto y con la más limpia de las intenciones a gustar y caer bien, pueden dar de sí lo mejor que poseen, sin que exista el contrapeso de los momentos duros y de flaqueza que por fuerza se comparten en el interior del matrimonio. Además, él o ella suelen ser más jóvenes y más comprensivos (entre otras cosas, porque no nos conocen a fondo), y se encuentran pasajeramente adornados con muchas prendas que, de manera un tanto artificial, engalanan su figura y su personalidad ante nuestra mirada -en esos momentos no del todo perspicaz-... y que el trato continuado y duradero sin duda devolvería a sus auténticas dimensiones.
Para redondear esta idea, y para ir terminando lo que de otro modo resultaría inacabable, añadiré que es bastante difícil que una mujer distinta de la propia deje de comprender los problemas que sufrimos en nuestro hogar y en nuestro matrimonio y de experimentar, al conocerlos, una sincera compasión por nosotros. Como también es improbable -aunque por motivos muy distintos- que un varón deje de entender los de una mujer casada si cede a que se los explique. En los dos casos es menester una categoría hoy por desgracia no muy frecuente para quedar mal y rechazar de manera educada pero decidida ese tipo de confidencias.
Y todo ello resulta, sin embargo, necesario para no enredar con la dicha propia y ajena y poner a nuestros "hijos" en un brete, vendiendo la grandeza profunda de una vida de familia vivida en plenitud por el superficial embeleso de unos momentos de satisfacción egocéntrica. El amor que empapa nuestro hogar nos llevará a eludir esas gratificaciones aparentes, con objeto de robustecer los cimientos de nuestra felicidad en el matrimonio.