Pro-Ecclesia: al servicio de la Iglesia y de su liturgia.
R.P. Bertrand de Margerie sj. (Francia)
Segundo Coloquio del C.I.E.L - octubre de 1996.
Me propongo presentar aquí algunas breves consideraciones sobre un punto capital para la vida cristiana de cada bautizado: ¿qué nos enseña el Dios revelador, a través de las escrituras, de los Padres, y del Magisterio de la Iglesia, sobre la frecuencia de la comunión eucarística y sobre los frutos temporales y eternos? ¿Qué conclusiones pastorales saca la Iglesia y cuáles podría sacar en el futuro?
I. Breve visión histórica sobre la enseñanza de la Iglesia en el pasado
No tratamos de considerar simplemente la historia de una práctica y de sus diversas maneras de comprenderla, sino además - y sobre todo - de preguntarnos lo que Cristo revelador quiere decirnos sobre la naturaleza, el sentido, las finalidades de la frecuencia de la comunión eucarística.
1. La escritura: El decreto Sacra tridentina synodus, publicado en 1905 por la Congregación del concilio con la aprobación de San Pío X, resumió admirablemente la enseñanza revelada en una presentación sintética que conviene citar. Evocando el discurso de Jesús sobre el Pan de Vida, el texto nos dice: “Mediante esta comparación (Jn 6, 59) con el pan y el maná, los discípulos podían comprender fácilmente que, siendo el pan el alimento cotidiano del cuerpo y que habiendo sido el maná el alimento cotidiano de los Hebreos en el desierto, de la misma manera, el alma cristiana podría nutrirse cada día del pan celestial. Además, cuando Jesucristo nos manda pedir en la oración dominical nuestro pan de cada día, hay que entender esto, como casi todos los Padres de la Iglesia lo enseñan, no tanto el pan material, alimento del cuerpo, cuanto el pan eucarístico que debe ser consumido cada día.” (Actas de Pío X, Bonne Presse, T.2 p. 253).
A la luz del evangelio joánico, este texto recapitula de manera muy densa, primero, la enseñanza del Dios de la primera Alianza a través de la figura del maná cotidiano de los Hebreos en el desierto, luego la del Dios de la Nueva Alianza, de Cristo, en los Evangelios sinópticos, inculcando el pedido del pan de cada día cuyo sentido eucarístico es propuesto por la unanimidad moral de los Padres de la Iglesia. El texto afirma, de manera impresionante, cómo las Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento, y luego los Padres, convergen para indicar la voluntad divina: que el pan eucarístico sea comido cada día por los miembros de la Iglesia de Cristo.
El discurso del Pan de Vida, al presentarnos el maná cotidiano como una prefiguración - por lo demás negativa - del pan vivo bajado del cielo, nos hace comprender que este pan vivo debe ser comido tanto tiempo como dure el exilio terrestre, o sea cada día hasta la entrada en la Tierra Prometida. El texto de la Santa Sede agregaba el testimonio del libro de los Hechos (2, 42-46) según el cual los nuevos bautizados se “mostraban fieles a la fracción del pan (...) Día tras día, partían el pan en sus casas”. Varios exegetas reconocen el sentido eucarístico de esta doble mención, esclarecida por el discurso sobre el Pan de Vida. Sin embargo los exegetas se dividen sobre, si es eucarístico o no, el sentido del pan cotidiano pedido en la Pater. Algunos han considerado que el sentido literal concierne al pan material en tanto que el sentido eucarístico constituiría una interpretación.
Sin embargo, los criterios exegéticos reconocidos por el Concilio Vaticano II permiten deducir con certeza el sentido eucarístico; el CEC (§ 112 ss) cita tres: estar atento al contenido y a la unidad de toda la Escritura, en razón de la unidad del designio de Dios, cuyo centro es Cristo; leer la escritura en la tradición viviente de toda la Iglesia, de la que son testigos privilegiados los Padres, y en la fidelidad a analogía de la fe, es decir a la cohesión de las verdades de la fe, entre ellas y con el contenido total de la revelación, porque Dios no se contradice nunca. Aplicando estos criterios, el CEC (§ 2835 a 2837) expone aquello que llama “el sentido específicamente cristiano” del pedido del pan cotidiano: “Concierne la palabra de Dios a acoger en la fe al cuerpo de Cristo recibido en la Eucaristía”. Luego, el CEC analiza largamente la doble alusión temporal contenida en las dos comparaciones comparación (Mateo, Lucas) del cuarto pedido: “el pan nuestro de cada día, dánosle hoy”, epiousios, recordando el alcance eucarístico de este término epiousios, que no tiene otro uso en el Nuevo Testamento. Citemos: “Tomado en un sentido temporal, epiousios es una recuperación pedagógica de “hoy” (Ex 16, 19-21), para confirmarnos en una confianza sin reservas. Tomado en un sentido temporal, epiousios significa todo lo que es necesario para la vida, todo bien suficiente para la vida. Tomado en sentido literal, el término epiousios (“superesencial”) designa directamente el cuerpo de Cristo, remedio de inmortalidad sin el cual no tenemos la Vida en nosotros (Jn 6, 53-56); finalmente, ligado al sentido precedente, el sentido celestial es evidente: este día es el del señor, el del festín del reino, anticipado en la Eucaristía que es ya la prenda del reino que viene. Es por esto que conviene que la liturgia eucarística sea celebrada cada día”. El CEC puede entonces concluir: la Eucaristía es nuestro pan cotidiano. Bock y Carmignac han mostrado el sentido profundo del pedido, en el Pater, del pan cotidiano visto en la prolongación del maná cotidiano, el nuevo maná de la Nueva y Eterna Alianza, ese maná que esperaban los judíos del periodo intertestamentario. Carmignac precisa incluso, en sus Recherches sur le Notre Père (Paris 1969, p. 198): “La literatura talmúdica y midráshica, cuya redacción es ciertamente bastante posterior al tiempo de Cristo, contiene también diversas tradiciones antiguas que muestran que el maná continuaba siendo considerado como el alimento especial de los tiempos mesiánicos”. Desde este punto de vista, convendría estudiar las perspectivas eucarísticas de los Padre de la Iglesia a propósito del maná cotidiano dado al pueblo elegido en peregrinaje hacia la Tierra Santa.
2. Los Padres: Los comentarios de los Padres sobre el alcance cotidiano del pedido del pan eucarístico continúan iluminando a la Iglesia y a nuestra vida. Citemos aquí a Cipriano, Basilio, Ambrosio y Agustín. Conviene distinguir, a propósito de los Padres, lo que dicen sobre la práctica efectiva de una frecuencia eucarística determinada en sus tiempos y en sus regiones respectivas por una parte, y cómo, por otra parte interpretan las voluntades de Cristo manifestadas en el Nuevo Testamento. Si sus descripciones históricas manifiestan una gran variedad de ritmos eucarísticos su testimonio en favor del recurso cotidiano a la Eucaristía impacta por la profundidad y el número de las motivaciones. En el siglo III, para Cipriano, en su tratado sobre la Oración dominical, hace falta “temer, al abstenerse del cuerpo de Cristo, separarse de la salvación: ‘si ustedes no comen la carne del Hijo del Hombre y no beben su sangre, no tendrán la vida en ustedes’ (Jn 6, 54). Y por consecuencia pedimos que nos sea dado cada día nuestro pan, es decir Cristo, para no apartarnos de la santificación y del cuerpo de Cristo, nosotros que permanecemos y vivimos en Él” (§ 18) Retengamos la afirmación: Christum daris petimus. La Eucaristía cotidiana es vista aquí como un medio de perseverar en la gracia de Cristo.
Hacia el año 372 San Basilio, al escribir a una mujer, dijo: “Comulgar todos los días, participar continuamente de la Vida, es vivir en plenitud” (Carta 93, RJ 919). Luego el santo agrega: “Comulgamos cada semana cuatro veces (domingo, miércoles, viernes y sábado)”. Este Padre era consciente de una diferencia entre el ideal y su realización concreta. El Papa Juan Pablo II citó este texto de Basilio de Cesarea en su carta consagrada al santo el 2 de enero de 1980. Poco después, San Ambrosio, obispo de Milán, en su Tratado sobre los sacramentos, se expresa en estos términos: “¿Qué te dice el Apóstol?” Cada vez que le recibimos, anunciamos la muerte del Señor (I Cor 11, 25-26). Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos el perdón de los pecados. Su sangre es derramada para el perdón de los pecados. Debo recibirlo siempre porque siempre perdona mis pecados. Yo, que peco siempre, debo tener un remedio siempre. ¡Oyes decir que cada vez que se ofrece un sacrificio se representa la muerte del Señor lo mismo que la remisión de los pecados, y no recibes cada día este pan de vida! El que tiene una herida busca un remedio. El remedio es el venerable y celestial Sacramento” (De Sacramentis, IV. 6.26 y V. 4.25-26).
Comprendemos el pensamiento de Ambrosio. El sacrificio de la muerte del Resucitado obtiene la remisión de los pecados. Ahora bien, es este sacrificio el que hacemos nuestro y ofrecemos al recibir la Eucaristía. Sabiendo que tenemos necesidad de obtener cada día la remisión de nuestros pecados cotidianos, ¿cómo no comulgar cada día tal como el Señor nos invita haciéndonos pedir “cada día este pan de vida eterna que reconforta la substancia de nuestra alma”? Dice expresivamente San Ambrosio.
Su hijo espiritual Agustín persigue el mismo fin. En su sermón 227, 1, dirigiéndose el día de Pascua a los que habían sido bautizados la noche anterior, Agustín les dijo: “Deben saber que han recibido lo que recibirán, lo que deberían recibir cada día: este pan que ven sobre el altar, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo”. El texto es muy fuerte: ”Lo que deberían recibir cada día: quis quotidie accipere debeastis” .
Por cierto, como lo precisará más tarde San Pío X, este deber de recepción cotidiana no corresponde a un precepto divino sino solamente a un ardientísimo deseo de Cristo y de su Iglesia del que ya estaba consciente la comunidad de Hipona a fines del siglo IV y principios del siglo V gracias a la palabra de Agustín.
En San Agustín, como en los Padres en general, el simbolismo eucarístico del pan cotidiano no es el único: es conjuntamente que el cuerpo de Cristo y su Palabra constituyen un pan de Vida comido en la fe; la Palabra hace conocer la Eucaristía e inflama de amor por ella. Ambas son, conjuntamente, el pan del alma, ese pan que reciben los únicos hijos de Dios, mientras que el pan material, alimento del cuerpo mortal, Dios lo da no solamente a los que cantan su alabanza, sino además - nos recuerda Agustín - a los blasfemos (Sermón 56). La misma Iglesia, que recomienda la comunión cotidiana del cuerpo de Cristo, aconseja también la audición o la lectura cotidiana de su Palabra, ofrecida precisamente como alimento en la liturgia eucarística.
Se podría multiplicar las citas patrísticas sobre el sentido eucarístico del pan cotidiano. Esto no es necesario. Dirijámonos ahora hacia el Magisterio papal y conciliar porque los Padre, para la inmensa mayoría de los obispos, expresan ya su magisterio ordinario y universal.
3. El magisterio de la Iglesia: Después del periodo patrístico- y esto es bien conocido - el fervor de la caridad nutrida por la Eucaristía frecuentemente recibida disminuyó, y su práctica devino tan rara que en 1215 el IV Concilio Ecuménico de Letrán debió estatuirla bajo la obligación de una frecuencia mínima: todos los miembros de la Iglesia, para perseverar en la gracia divina, comulgarían al menos una vez por año.
El Concilio de Trento, sin favorecer explícitamente la comunión cotidiana, la proponía implícitamente a todos los católicos expresando el “deseo de que todos los fieles comulguen no solamente espiritualmente sino además sacramentalmente en cada misa donde estuvieren presente, con el fin de recibir más abundantemente los frutos del santísimo sacrificio de la misa” (DS 1747, texto de 1562).
Este texto toma toda su importancia en el contexto de una declaración anterior del mismo concilio, recapitulando la teología patrística y medieval en lo concerniente a los efectos de la comunión sacramental; en efecto, en 1551, el concilio había recordado (DS 1638) que la comunión eucarística “nos libera de las faltas veniales, nos preserva de los pecados mortales, nos liga mediante lazos muy estrechos de fe, de esperanza y de caridad con el cuerpo de la Iglesia, cuyo jefe es Cristo, y constituye la prenda de nuestra glorificación futura y de nuestra perpetua felicidad”.
Dicho de otra manera, cada comunión sacramental realizada en estado de gracia afecta nuestro pasado de pecado, fortifica nuestro presente de gracia, preserva nuestro futuro terrestre y merece nuestro futuro eterno. Tales son las intenciones con las cuales el cristiano debe comulgar, siguiendo al concilio, para que su comunión, lejos de ser la comida sacrílega de su propia condenación que denunciaba san Pablo en su primera carta a los Corintios (11, 27-32), sea, por el contrario, una comunión inseparablemente sacramental y espiritual (DS 1638, 1646 y 1648).
De estos temas tridentinos, como del conjunto de la teología católica, resalta claramente que el comulgante, a través de cada nueva comunión sacramental y espiritual, recibe un nuevo aumento de gracia santificante, una nueva remisión de sus pecados veniales, nuevas y poderosas defensas para evitar el pecado en el futuro, nuevos méritos y se dispone a recibir durante la vida eterna nuevos y admirables grados de gloria, es decir, de conocimiento y de amor de Dios trino y uno como todos y cada uno de los elegidos.
A pesar de la apertura del concilio de Trento, el rigorismo jansenista continuaba haciendo difícil el acceso a la comunión frecuente y cotidiana, especialmente a los mercaderes y a los esposos. Se discutía sobre las disposiciones necesarias para comulgar, e inclusive los teólogos de buena marca pensaban que la comunión debía ser rara y sometida a numerosas condiciones previas.
De ahí las intervenciones liberadoras de dos Papas, el bienaventurado Inocencio XI, en 1679, y San Pío X, en 1905 y 1910. San Pío X zanjó la controversia : apoyándose sobre los Padres de la Iglesia recordaba “que ningún precepto reclamaba a los comulgantes cotidianos disposiciones más grandes que aquellas pedidas para la comunión semanal” y proclamó un principio hoy día bastante olvidado: “Los frutos de la comunión cotidiana son mucho más abundantes que los de la comunión semanal”.
Para ser más precisos, para poder comulgar cada día basta estar en estado de gracia y tener una recta intención, es decir, aproximarse a la Eucaristía, no por hábito sino para combatir sus faltas, crecer en la caridad y satisfacer la voluntad divina.
Luego, para comulgar fructuosamente no es necesario estar exento de pecado venial deliberado, aunque esto es muy deseable. Por otra parte, a partir de San Pío X, no es posible que los comulgantes cotidianos no se corrijan de su afición a los pecados veniales, sobrentendiéndose que crecen en la gracia cada día. Así, en esa época, los comentadores subrayaron con razón que las personas que no comulgaban más que una vez por semana, cuando tenían la posibilidad de hacerlo a menudo, comulgaban raramente. Este punto parece haber sido olvidado hoy día por un cierto número de eclesiásticos, que tienden a considerar a los comulgantes de cada domingo como comulgantes frecuentes. Sucede que los enemigos de un cierto laxismo eucarístico actual, del que son víctimas aquellos que se confiesan raramente, caen en un neojansenismo al callar la invitación eclesial a la comunión cotidiana: inclusive si algunos abusan de ella, todos tienen el derecho de conocerla
Las declaraciones tridentinas y las de Pío X sobre los efectos de la comunión eucarística, han sido magníficamente retomadas y profundizadas por el Papa Pío XII en su encíclica Mediator Dei et hominum, en 1947. Digo “profundizadas”, porque Pío XII, siguiendo a Benedicto XIV, introdujo una noción, no presente en el concilio de Trento, concerniente a la naturaleza misma de la comunión eucarística: ella es una participación del sacrificio. Dicho de otra manera, comulgar es volverse una sola víctima con Cristo crucificado y resucitado para la salvación del mundo, Comer y beber a la divina víctima, no es solamente consumir una comida divina, sino además insertarse en la oblación sacrificial que esta víctima hace de ella misma para la felicidad eterna de cada persona humana; es, pues, disponerse en ella y con ella a entregar su cuerpo y a derramar su sangre para merecer a otro la gracia de apropiarse el mismo y único sacrificio.
Digámoslo de Paso, la encíclica de Pío XII sobre la liturgia sigue siendo el más bello y el más profundo de todos los documentos oficiales de la Iglesia sobre el sacrificio de la misa, el más útil para penetrar y comprender su naturaleza íntima. Por esta razón su influencia sobre los documentos oficiales del concilio Vaticano II ha sido tan explícita y tan grande: la encíclica fue citada ocho veces, de las cuales cinco fueron en la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium (19, 11, 28 y 50). En particular, Pío XII trata explícitamente el tema de la comunión cotidiana. “Dios hace que los cristianos participen en el divino sacrificio recibiendo en la comunión sacramental, inclusive todos los días si lo pudieran, el cuerpo de Jesús ofrecido por todos al Padre eterno”. Subrayando la ofrenda de Cristo por nosotros en el contexto de la comunión, Pío XII invita a concebirla como una participación en la ofrenda (como víctima) de Cristo para el mundo. La presencia real no es solamente la de Dios hecho hombre, sino además la de Dios-víctima glorificada. Comulgar cada día es volverse cada vez más una víctima en Cristo, por Él y con Él y para Él. Eso es lo que ha enseñado el concilio Vaticano II en la constitución Lumen Gentium citando la encíclica de Pío XII.
Llegamos así al magisterio más reciente de la Iglesia, las enseñanzas del concilio Vaticano II.
Si es cierto que la constitución sobre la liturgia no menciona tan explícitamente la comunión cotidiana, está, sin embargo, fuertemente inculcada por el decreto conciliar sobre las Iglesias orientales católicas, (§ 15). Así se puede decir: “Se recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía inclusive todos los días: enixe quotidie” (Enixe: con todas sus fuerzas). Este texto está en perfecta armonía con otra recomendación conciliar hecha, esta vez, a los sacerdotes: se les recomienda, en efecto, celebrar cada día el sacrificio eucarístico, acto supremo de su ministerio sacerdotal. Nos encontramos en presencia de la primera recomendación explícita de la comunión cotidiana por un concilio ecuménico. ¿Cómo no destacar el magnífico progreso doctrinal concerniente a la práctica eucarística en la historia de los concilios ecuménicos, este crescendo en la exhortación consoladora de una Iglesia siempre preocupada de hacernos participar en la Eucaristía?
El concilio de Nicea, en 325, recomienda facilitar el acceso a la comunión a los moribundos. El concilio de Letrán IV, en 1215, convoca a la amable y amante obligación grave de una comunión anual. El concilio de Trento recomienda implícitamente y realmente la comunión cotidiana en el contexto del recuerdo de la interpretación eucarística del pan cotidiano que habían dado los Padres de la Iglesia. El concilio Vaticano II lo corona todo recomendando explícitamente la comunión cotidiana a todos los bautizados. ¡Pero sin duda es uno de los consejos menos citados, tal vez el menos comentado del último concilio!¡ Pero no deja de ser importantísimo, en la medida en que concierne mucho más a la vida cotidiana del cristiano que a las declaraciones, tan sutiles, sobre la libertad religiosa y sobre la colegialidad episcopal!
Aunque el pedido del pan cotidiano tenga también en consideración el pan material y la palabra de Dios, su sentido eucarístico, unido a los otros dos, sostenido por los Padres, por los catecismos de los dos concilios de Trento y de Vaticano II, y por el magisterio ordinario y universal de la Iglesia, está contenido en la revelación a la cual se adhiere la fe católica y podría ser definida como tal por la Iglesia.
Dos documentos posteriores han completado, en el plano pastoral, el acento puesto por el concilio Vaticano II sobre la comunión cotidiana:
- en 1967, la Santa Sede, en la instrucción Eucharisticum Mysterium, pedía, siguiendo a San Pío X, a los curas, confesores y predicadores exhortar frecuentemente al pueblo cristiano a la comunión cotidiana. La Instrucción recordaba también - punto a menudo desconocido hoy día - que conviene dar la comunión fuera de la misa a los fieles que estuvieran impedidos de participar en ella en razón de un horario incómodo. Insistía, finalmente, sobre la necesidad de hacer accesible a toda hora la comunión cotidiana a los enfermos y a los ancianos, inclusive si no hubiera peligro de muerte;
- en 1973, la Santa Sede publicó un ritual para la distribución de la comunión fuera de la misa, previendo un rito más largo y otro más breve,. Estos dos ritos tenían un punto común. Hacía falta que la proclamación de la palabra ilumine y acompañe la comunión del pan eucarístico, lo que constituye una aplicación particular de un principio general de la reforma litúrgica operada recientemente: el pan de la palabra y el pan de la Eucaristía constituyen conjuntamente el pan específicamente cristiano de la Nueva Alianza.
II Hacia el futuro de una Iglesia plenamente eucarística
Si la declaración del concilio Vaticano II sobre la comunión cotidiana, fuertemente aconsejada, marca un progreso importante en la toma de conciencia eclesial frente al llamado de Cristo, preocupado de darse siempre más a la Iglesia, nos invita sobre todo a una urgente y radical renovación de nuestra pastoral en ese asunto. Me gustaría presentar aquí algunos aspectos fundamentales: se trata nada menos que la elaboración de una pastoral totalmente centrada sobre el consejo evangélico supremo, ofrecido a todos, de la comunión cotidiana.
1. En lo sucesivo, la preparación a cada uno de los sacramentos, especialmente a los del bautismo de los adultos, de la primera confesión, de la confirmación y del matrimonio, deberá ser inseparable de la preparación a la misa y a la comunión cotidiana - es inútil objetar que en muchos lugares no hay sacerdotes, puesto que el código de derecho canónigo prevé la posibilidad de nombrar laicos como ministros extraordinarios de la distribución de la comunión (CEC, § 230). La Eucaristía es la razón de ser de todos los otros sacramentos y muy especialmente del sacramento del orden: nuestros silencios sobre la misa cotidiana privan a numerosos jóvenes de una superabundante fuerza sacramental, delante del llamado divino a un casto matrimonio, o al sacerdocio, o a la vida religiosa; la renovación en el anuncio abrasador de la misa cotidiana condiciona largamente la solución de los más graves problemas de las familias y de la Iglesia. Sin ella, toda verdadera pastoral de conjunto es imposible.
2) El relanzamiento del llamado a la misa cotidiana significa, de la manera más concreta, la vocación de cada uno a la perfección de la caridad, tal como lo ha subrayado el Concilio Vaticano II, porque la Eucaristía es el sacramento del fervor de la caridad, nexo de la perfección. ¿Cómo se podría ser perfecto, como el Padre celestial es perfecto, despreciando el principal medio de serlo, a saber la cotidiana unión eucarística con Cristo mediador?
3) Es paradójico pensar que cerca de un siglo después de la carta liberadora de San Pío X, no haya nacido ningún instituto religioso dedicado en primer lugar a la propagación de la práctica de la misa y de la comunión de cada día entre los laicos, cuando han sido fundados numerosos institutos para poner en valor otros puntos, ciertamente útiles, pero menos fundamentales. Del mismo modo, ninguna de las asociaciones de fieles actualmente existentes parece tener este fin. Nada impide pensar que el tercer milenio estará marcado por la aparición de estas asociaciones y de estos institutos, por cuyas intenciones nos hace falta rezar.
4) Hace falta ir más lejos y reconocer que la Iglesia se vuelve plenamente Iglesia, no solamente cuando sus miembros se reúnen alrededor del sacrificio de la Cruz perpetuado en la Eucaristía, sino además y sobre todo cuando lo hacen cada día. Es sobre todo a través de la misa y de la comunión de cada día que la Iglesia crece sin cesar en el ser y en la caridad. El concilio Vaticano II citando a San Juan Crisóstomo, nos dice en su decreto sobre el ecumenismo (§15) que es mediante la celebración de la Eucaristía como la Iglesia de Dios se edifica y engrandece. Abramos aquí un paréntesis ecuménico. Un monje atonita de la Iglesia ortodoxa griega, Nicodemo el Hagiorita, publicó en 1783 un libro sobre la comunión cotidiana, presentado al público francófono por el llorado teólogo dominico M. J. Le Guillou. Para este monje, que las Iglesias griega y rusa han canonizado, el que tiene la conciencia pura debe comulgar cada día y hacer así la voluntad de Dios. Según él, el Cristo eucarístico es el pan cotidiano que pedimos al Padre, y la liturgia es esencialmente asamblea eucarística. La Iglesia tiene por razón de ser la unión eucarística de cada uno de sus miembros con Cristo, comido y bebido después de haber sido ofrecido por el mundo entero. Una eclesiología no es plenamente eucarística más que reconociendo la necesidad, para cada uno de sus miembros, de crecer cada día, por una participación siempre más ferviente, en la Eucaristía, en la caridad respecto de Cristo y de los otros bautizados.
El Padre quiere reunirnos cada día, nutriéndonos con su Hijo único. Aceptando la invitación a la comunión cotidiana dignamente preparada, permitimos a Cristo glorificado continuar construyendo por nuestro intermedio su Iglesia local y universal. Tengamos el valor de decirlo: el progreso simultáneo de los creyentes católicos y ortodoxos en dirección de la misa y de la comunión cotidiana debería constituir el factor secreto y mejor que arranque a Dios, mediante la violencia del humilde amor, nuestro común retorno a la plena comunión jerárquica y mutua en la fe integral en la comunión común del Cordero inmolado. En este sentido, esperamos que nuestros hermanos ortodoxos se apresurarán a traducir en las lenguas occidentales el tratado de Nicodemo el Hagiorita sobre la comunión cotidiana.
5) Entre tanto, el tiempo apremia. Antes del regreso de Cristo en gloria, la Iglesia debe pasar por una prueba final que estremecerá la fe de numerosos creyentes: es el misterio de iniquidad del Anticristo que está ya en obra, ¿es decir, el misterio del hombre glorificándose a sí mismo en el lugar de Cristo Eucarístico (cf. CEC, § 675, resumiendo varios textos del Nuevo Testamento)? La Iglesia no entrará en la gloria del reino más que a través de esta última Pascua, siguiendo cada vez más, día a día a su Señor en su muerte y resurrección (CEC 677). Si, el tiempo apremia. ¿Cuándo veremos a los consejos parroquiales y presbiterales intercambiar opiniones sobre los mejores medios de llevar al Cristo cotidiano del altar y del tabernáculo a todos los miembros de la comunidad locales? ¿Cuándo veremos a los obispos pedir al Papa una encíclica sobre la misa dominical y sobre la comunión cotidiana? ¿Cuándo veremos a un Papa convocar en Roma a un sínodo episcopal que trate el supremo consejo evangélico, llamando a la participación cotidiana de todos a la victoria eucarística del Cordero de Dios? ¿Cuándo será que este supremo consejo evangélico, el de la Eucaristía cotidiana - consejo que a diferencia de los otros, no sólo elimine los obstáculos a la obligatoria perfección de la caridad, sino además la nutra positivamente - sea reconocido como el que estructure un modo de vida que no se encuentre más que en la sola Iglesia de Cristo y que esté fundado sobre la fe en Cristo? Tal fue la intuición genial del teólogo español Suarez: el estado de la vida cristiana, fundamento del matrimonio y de la vida religiosa, y él mismo fundado sobre el bautismo y sobre la confirmación, es un estado de perfección. Este estado obliga a la perfección de la caridad, dada por la Eucaristía frecuente y cotidiana. El consejo de la comunión cotidiana se muestra así como el de la perfección eucarística en la caridad. Constituye el punto culminante de la evangelización y de toda la economía orgánica y sacramental de la salvación. Alentando la participación sacramental y cotidiana en el sacrificio eucarístico, el concilio Vaticano II ha promovido un estado de vida estable, el estado de la vida cristiana, con miras a la perfección eterna de los bautizados-confirmados.
Bertrand de Margerie s.j.