Conferencia pronunciada por S.E.R. Cardenal Jaime Ortega Alamino, Arzobispo de La Habana.
Aula Fray Bartolomé de las Casas Convento de San Juan de Letrán
29 de mayo de 2003.
Para hablar de la Iglesia y el futuro de Cuba tenemos que hacerlo fijando bien la significación de los dos términos que vamos a analizar y que consideraremos en relación uno con otro: Iglesia y porvenir; colocados ambos espacialmente: en Cuba.
La Iglesia
debe comprenderse a partir del designio de Dios manifestado
en Cristo, el porvenir se bosquejará a partir del
pasado y del presente abiertos a la acción providente
de Dios. Para la clarificación del término
Iglesia debemos armarnos de unas coordenadas escriturísticas
y eclesiológicas válidas. Esto quiere decir
que intentaremos penetrar hasta donde nos es posible con
una mirada de fe, en lo que es la Iglesia, que nace del
costado abierto de Cristo en la Cruz. Y debemos descubrirla
y aceptarla en la fe tal como Jesús la quiso y como
la tradición apostólica y post-apostólica
la vivió y nos la trasmitió: la Iglesia, don
maravilloso de Dios a los hombres, sacramento de Cristo,
presente en el depósito de nuestra fe.
A ella nos podemos acercar como misterio. Sobre la Iglesia
los católicos, desde nuestra fe, podemos hacer teología,
quienes contemplen a la Iglesia como fenómeno, sean
católicos o no, pueden hacer historia o sociología.
Pero estas otras disciplinas no pueden tocar la realidad
última y profunda de la Iglesia para alterarla de
cualquier modo.
Cuando en reuniones pastorales se habla de la "Iglesia
que queremos ser" o de la "Iglesia que necesitamos",
se hacen a menudo transposiciones del plano histórico
o sociológico al de la fe, aún cuando el enunciado
de alguna reflexión pretenda alegóricamente
mover la responsabilidad personal de los participantes.
Pero nosotros no construimos la Iglesia, la Iglesia nos
es dada por Jesús.
La primera y única pregunta válida que tenemos
que hacernos los católicos frente al don que Dios
nos hace de la Iglesia es: ¿cuál es la Iglesia
que quiso Jesús? y después ¿cómo
es ella en su mismo ser, en su relación con el mundo?
¿Cómo debe cumplir su misión? ¿Cuál
es el origen de la Iglesia?
La última pregunta es la que intentaremos responder
primero: la Iglesia se origina en Jesús.
Desde hace algún tiempo existe un amplio consenso:
Jesús aparece en Nazaret proclamando el Reino de
Dios y toda su enseñanza estará centrada sobre
la cercanía soberana del Reino de Dios, (de la ßas??e?a)
un reinado que trae "riquezas" al espíritu
humano. San Marcos, en el capítulo primero del Evangelio,
presenta a Jesús que comienza a actuar públicamente
proclamando desde el inicio el mensaje del Reino que se
acerca: "se ha cumplido el plazo y está cerca
el reinado de Dios: arrepiéntanse y crean la buena
noticia" (Mc. 1, 15). Todos los enunciados de Jesús
que aparecerán después, incluso aquellos que
él pronuncia acerca de su propia muerte, dependerán
de este centro. El Padre Alonso Schökel comentando
este versículo del Evangelio de San Marcos dice que:
"En Jesús ya está actuando y por él
se ofrece el Reino de Dios. El reinado efectivo de Dios,
el ejercicio de su poder real en la historia está
cerca. Jesús sólo pide la ruptura del arrepentimiento
y la fe" (Ruptura con el mundo del pecado y con el
mundo de las viejas creencias). Estos elementos estarán
presentes a través de todo el evangelio como condiciones
para aceptar el reino que llega.
Jesús se ha despegado de su familia y de su tierra,
comienza una manera nueva de vivir, se hace bautizar por
Juan en el Jordán e inicia un nuevo comienzo de manera
muy singular. No podemos decir que ni en el bautismo de
Jesús en el Jordán ni durante el tiempo pasado
por él en la vida sencilla de Nazaret se haya producido
una "vocación de Jesús". Jesús
no actuaba en virtud de una misión profética.
El reinado de Dios se convirtió para él en
un "destino", (no un "destino fatal")
sino en una conciencia esclarecida de orante que sabía,
no a través de un discurso lógico, sino en
la apertura de su interioridad al Padre, que Él era
enviado a proclamar el Reino de Dios que ya llegaba, y llegaba
con Él mismo, con su presencia, con su persona. Jesús
se sabía llamado por el Padre desde siempre.
La proclamación de Jesús es proclamación
en la última hora: "se ha cumplido el tiempo
y el Reino de Dios está cerca" (Mc 1, 15). Es
un mensaje con un horizonte escatológico. La palabra
escatología viene del griego ta eschata que significa
las últimas cosas. Jesús no sólo descubre
en su interioridad abierta al Padre que los últimos
tiempos han llegado, sino que Él es el último
mensajero, no el último Profeta, que había
sido Juan el Bautista, sino el último enviado, el
Mesías.
Con seguridad el orante Jesús, en Nazaret, desde
antes de comenzar su vida pública, en su oración
al Padre lo llama con la palabra Abba, usando un término
familiar, íntimo, que no aparece en el vocabulario
de los maestros de Israel ni en el de los profetas. Es la
palabra con la que los niños se dirigen al papá.
Así, en intimidad profunda con Dios lo pone en primer
término en su oración: Abba, Padre del Cielo,
que tu nombre sea santificado. Inmediatamente después
de esa mirada vertical, y fluyendo de ella viene una petición
muy propia de Jesús: venga tu reino. Es esa misma
oración la que más tarde enseñará
a sus discípulos. En esa relación con el Abba,
de una profundidad e intimidad únicas, y en el fluir
de esta unión con el Padre el deseo de que el Reino
llegue, está formulada toda la centralidad de la
predicación de Jesús, que se sabe el último
de los enviados, su hora es la hora final.
¿Pero que es lo que Jesús proclama en la exigencia
de la última hora? ¿Qué se deriva de
la hora final, de la situación escatológica
para nuestra conducta?
Según sea la manera que se contemple el fin se orientará
la conducta. Si se espera un fin apocalíptico, una
catástrofe, habrá una ética de transitoriedad
sin consistencia. Si se espera un juicio al final de un
tiempo más o menos largo puede introducirse un legalismo
como el de los fariseos, para el cual lo importante es la
propia conducta correcta según normas establecidas,
de modo a ser hallados perfectos en el juicio después
de la muerte, pero así podemos también segregarnos
de los demás con actitudes sectarias. En la Galilea
de la época de Jesús existían los zelotas
que concebían la llegada del Reino como la instauración
de un orden político social y estaban convencidos
de que, por medio de acciones morales o políticas,
y aún de acciones violentas, se podría precipitar
la llegada de ese Reino. No encontramos ni la menor huella
de estas posturas en la proclamación de Jesús.
Jesús no tiene ningún interés marcado
por el encargo recibido por el hombre en la creación,
y sus tareas con respecto al mundo: "creced y multiplicaos,
llenad la tierra y sometedla" (Gn 1,28). Este encargo
no parece ser importante para Jesús, queda incluso
pospuesto. Esto fue un gran escándalo para los hombres
del siglo XIX iluminista y lo es aún hoy para los
que siguen viviendo en ese tiempo pasado.
La urgencia del momento escatológico, de la hora
última, parece que quita interés a todos los
planes de la vida profana, todo pierde ahora importancia
ante lo único necesario: "Marta, Marta, te preocupas
e inquietas por muchas cosas, cuando sólo una es
necesaria" (Lc 10,42).
¿Cuál es esa única cosa necesaria,
cuál es la exigencia de esa hora última, que
es la de Jesús? La primera exigencia ahora es reconocer
ante todo que el tiempo actual es escatológico, es
el tiempo final y aceptar la revelación divina que
se nos ofrece en este tiempo, por medio de Jesús.
La exigencia primaria de la hora es la de oír la
palabra de Jesús (lo que está haciendo la
hermana de Marta en el relato evangélico). Si la
escuchamos, esa palabra rectifica de diversos modos la comprensión
farisaica de la Ley y reclama una verdadera "confesión
de fe" en Jesús. Y para algunos que son llamados
especialmente, el seguimiento y el discipulado serán
exigencias de la última hora.
Pero si seguimos mirando atentamente la acción de
Jesús y escuchamos su palabra descubriremos lo que
requieren las exigencias de Él. En ellas tiene un
peso decisivo la exhortación a la reconciliación
y al amor. Hay una urgencia de último tiempo, de
hora inminente, que reclama la prontitud para la reconciliación
y el servicio del amor.
Leemos en el capítulo doce del Evangelio de San Lucas:
"¿Por qué no juzgan por ustedes mismos
lo que es justo hacer? Pues cuando vas con tu adversario
para comparecer ante el juez, mientras van los dos de camino,
procura lograr un arreglo con él; no sea que te arrastre
hasta el juez y el juez te entregue al alguacil y el alguacil
te meta en la cárcel. Te digo que no saldrás
de allí hasta haber pagado el último céntimo" (Lc 12, 57)
No debe simplificarse el significado de este relato, reduciéndolo
al ámbito moral, en el cual se introduciría
una motivación escatológica: "pórtate
bien con tu prójimo mientras vas de camino en esta
tierra, pues el juicio de Dios no será benigno en
la otra vida con quienes no tuvieron misericordia".
Esta consideración es sólo secundariamente
válida.
No olvidemos que con Jesús ha llegado la última
hora, con él se inicia el tiempo nuevo. Su venida
adelanta en cierto modo la consumación escatológica.
Hay ya un modo celestial de obrar que se introduce con él
en la tierra, que se adelanta en cierto grado con Jesús
"He aquí que hago todas las cosas nuevas"
(Ap 21, 5), y el germen de esos "cielos nuevos y tierra
nueva" está siendo sembrado por el sembrador
que sale a sembrar la buena semilla, y Jesús dirá
con énfasis en más de una ocasión:
"llega la hora en que todos los que estén en
los sepulcros oirán su voz y saldrán los que
hayan hecho el bien para una resurrección de vida,
y los que hayan hecho el mal, para una resurrección
de juicio" (Jn 5, 28).
Tenemos que amarnos y reconciliarnos con nuestro prójimo
en el camino de la vida porque ya estamos perdonados por
Dios, porque Dios nos amó primero y nos está
mostrando ese amor en Jesús, que es el Hijo-enviado-que-ya-ha-venido.
Debemos vivir ya en un mundo distinto. Los discípulos
deberán anunciar esto.
Y Jesús los envía de dos en dos, no como a
los alumnos de un rabino que han memorizado normas rituales
o éticas y van a enseñarlas a otros, no como
los seguidores de un sabio de Israel que aprenden su doctrina;
los discípulos saben que son enviados por alguien
que se parece algo a un rabino, pero no lo es, porque su
enseñanza es original y "habla como quien tiene
autoridad" (Mc 1, 21). Saben también los discípulos
que los envía un hombre sabio, una especie de profeta,
pero que es "más que un profeta" (Mt 11,
9). Llevan evidentemente en su memoria sus palabras, pero
no las han aprendido de memoria: porque, ellos, admirados
le han dicho a Jesús: "tú tienes palabras
de vida eterna" y esas palabras han trastornado sus
vidas, pues no les exigen ser fieles a una doctrina, sino
a la persona de quien los llamó y los envía.
Ellos deben adherir a la persona de Jesús de un modo
radical: "quien ama a su padre o a su madre más
que a mí no es digno de mi" (Mt 10, 36 ); "quien
quiera ser mi discípulo, que se niegue a sí
mismo, que tome su cruz y me siga" (Mt 16, 24).
Para los apóstoles de la comunidad prepascual de
Galilea, anunciar el reino, y el amor y la reconciliación
que llegan con ese reino tan inminente que ya está
aquí, es anunciar a Jesús, es reclamar que
se oiga su palabra, que se preste atención a su persona,
es por tanto la transmisión de una vivencia. Quien
acoja ese mensaje tiene que poner su fe en Jesús,
que es inseparable de ese mensaje: Él es "la
Palabra hecha carne que habitó entre nosotros" (Jn 1)
En vano buscaríamos en Jesús un interés
marcado por "el poder, el derecho, el estado, el trabajo
y las posesiones, el matrimonio y la familia" (El mensaje
moral del Nuevo Testamento, R. Schnackenburg pág.147
a 183). Jesús no creó un código ético,
ahí no estuvo su originalidad; Jesús trae
el reino que se identifica con su persona: "El Reino
de los Cielos está en medio de ustedes" (Lc
17, 21). Jesús es el Eterno que penetró el
tiempo y le dio una urgencia de salvación, de rescate,
a ese tiempo perdido por el pecado, por el egoísmo,
por la ausencia de amor. Y creó un grupo de discípulos
alrededor de su persona, capaces de proclamar esto, de anunciarlo
a Él. Este grupo no se cohesionó en el recuerdo
vivo de Jesús después de su muerte en Cruz
y de su resurrección, como muchos quisieron explicarlo
en la primera mitad del siglo XX. A sus discípulos
él los llamó desde el comienzo en Galilea.
"Todo empezó en Galilea" (Hch 10, 37).
Este grupo, esta comunidad alrededor de Jesús, conoció
el llamamiento del Señor, la ambición de algunos
de los mismos discípulos, los entusiasmos de otros
y la traición de Judas que quería seguir a
un maestro de doctrina, pero que no logró aceptar
la persona de Jesús.
Esa comunidad prepascual salió a anunciar el Reino,
a proclamar que ese Reino había llegado a los hombres
por medio de Jesús. Ésta fue la Comunidad
que celebró la Eucaristía y que recibió
el mandato de Jesús de hacerla en conmemoración
suya la víspera de la muerte en Cruz de su Señor.
La originalidad de Jesús en su acción y en
su mensaje produce la originalidad de la Iglesia, y esto
desde que llama a sus primeros discípulos, desde
que transforma el agua en vino en las bodas de Caná,
hasta que muere fracasado en una Cruz y triunfa por su anonadamiento,
venciendo la misma muerte.
Los discípulos ya sabían por sus vivencias
propias, que habían cambiado sus vidas, que lo fundamental
para ellos había sido encontrarse con Jesús.
Y sabían que ellos sólo podían, con
su anuncio, llevar a sus prójimos a un encuentro
de este género. Ésta es la idea central de
la teología de Mons. Giussani. Éste es el
claro mensaje de las exhortaciones apostólicas de
Juan Pablo II al final del segundo milenio y al inicio del
tercero, en sus exhortaciones Tertio Millennio Adveniente
y Novo Millennio Ineunte. La humanidad, cada hombre o mujer,
debe tener la posibilidad de encontrarse con Jesús,
de llegar a contemplar su rostro. En este mismo sentido
se expresa el Papa en la exhortación apostólica
postsinodal "Ecclesia in América" y esto
está contenido también en las exhortaciones
apostólicas de los sínodos de los otros cuatro
continentes. Está recogida esta propuesta esencial
en nuestro Plan Pastoral Nacional: Propiciar el encuentro
con Jesucristo Vivo, para promover la conversión,
la comunión, la solidaridad desde comunidades inculturadas,
participativas y misioneras, que a partir de nuestra realidad
eclesial y social contribuyan a la edificación del
amor y de la justicia en el tercer milenio.
Dos mil años después que la Iglesia naciente
hiciera en sus Apóstoles la experiencia primera del
encuentro con Cristo y del anuncio de Cristo y su reino
a los hombres, la Iglesia sigue teniendo el mismo proyecto
que les encomendó a ellos su Señor. Me gusta
sobremanera la expresión de Don Olegario González
de Cardedal en su obra "La entraña del cristianismo":
"la misión de la Iglesia es hacer inolvidable
a Jesucristo".
Los apóstoles, aquel primer grupo eclesial de Galilea,
cumplieron esta misión después del momento
desconcertante de la Cruz, cuando la muerte les arrebató
a su Señor y después del reencuentro impactante
con Cristo triunfador de la muerte, vivo y resucitado, que
no los envió ya a "ir de dos en dos a los lugares
donde iría El después" (Lc 10,1), sino
que los envió "al mundo entero". Ahora
ya podían decir a todos cómo la Cruz y la
resurrección de Jesús anunciaban la llegada
del Reino de Dios y fundaban un tiempo nuevo, el tiempo
de la reconciliación con Dios y con los hermanos.
Esto constituía su Evangelio.
En este tiempo nuevo inaugurado por Jesús vivimos
nosotros dos mil años después, con la misma
misión que aquellos primeros discípulos, pues
lo que Jesús selló como nuevo comienzo con
su Pascua, no se ha instaurado aún en la tierra y
la Iglesia tiene el encargo de su Señor, a quien
le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, de
plantar el Reino de Dios en el mundo con la fuerza del Espíritu
Santo que Jesús resucitado insufla en sus discípulos.
Jesús centró su mensaje en la reconciliación
y el amor que, de parte de Dios Padre, Él había
venido a traer a los hombres. Pero estableció una
condición para el anuncio del reino de Dios: la pobreza:
"dichosos los pobres en el espíritu porque de
ellos es el reino de los cielos" (Mt 5, 3).
Jesús escoge todo lo pobre, lo pequeño para
ilustrar la realidad del Reino de Dios: los niños
son los primeros en el Reino de los Cielos. Sus parábolas
para describir ese reino apelan a lo insignificante: una
pequeña semilla que se siembra y de la cual nace
un árbol grande; una moneda de poco valor que una
pobre mujer busca porque se le perdió y cuando la
encuentra se llena de alegría, un puñado de
levadura que se echa en la masa y la hace fermentar.
Realidades tan sublimes como el amor y la reconciliación
no se implantan por medios espectaculares, sino en el silencio
de la semilla que germina o en la disolución anónima
de la levadura en la masa.
Las recomendaciones de Jesús a sus discípulos
cuando los envía a proclamar el Reino son que vayan
ligeros de equipaje. Pero no sólo los portadores
del mensaje deben ser pobres, sino también los medios:
ir de puerta en puerta, proponer y esperar la respuesta
libre de los hombres. Jesús no trae una ideología
estructurada en fórmulas y consignas. El amor, el
perdón, la reconciliación no pueden ser reducidos
a categorías ideológicas que se infiltren
en las mentes casi a pesar del propio sentir. El mensaje
original de Jesús sobre su reino tiene en cuenta
la libertad del hombre, necesita esa libertad, la promueve.
A nadie se le puede exigir que ame, a nadie se le puede
ordenar que perdone, no se reconcilian hombres ni pueblos
por la fuerza. A los que habían creído en
Él les dijo Jesús: "si se mantienen fieles
a mi palabra serán realmente discípulos míos,
entenderán la verdad y la verdad los hará
libres" (Jn 8, 31). Es en un clima de libertad en el
cual se proclama y se acoge el reino de Dios.
El Apóstol de Jesús va desarmado, pobre, con
la verdad, y la propone a todos. El que es capaz de desarmarse
porque es pobre en su espíritu, entra en la libertad
de los hijos de Dios y descubre el gozo del amor, del perdón,
de la misericordia y de la reconciliación.
Este es el proyecto de Jesús que inicia un mundo
nuevo. A sus discípulos él les dijo: "ustedes
no son del mundo", el mundo del egoísmo y del
odio, el mundo de las violencias y las guerras, de las ideologías
en pugna, donde se establece una cultura de la muerte y
las relaciones entre hombres y pueblos se fundan en el miedo,
en el orgullo, en la prepotencia. "Ustedes no son del
mundo" (de ese mundo viejo) "como yo no soy del
mundo" (Jn 17, 16). Los suyos deben vivir como Jesús
en el mundo nuevo, el mundo de la hora última, de
los últimos tiempos urgidos de amor y de reconciliación.
Permítanme que cite una página profunda, pero
muy esclarecedora del Padre Heinz Schürmann en su libro
"El destino de Jesús: su vida y su muerte":
la exigencia escatológica de Jesús ¿no
suprime el encargo dado en la creación (creced, multiplicaos,
someted la tierra) y toda la responsabilidad con respecto
al mundo para favorecer una perspectiva escatológica
que es extraña al mundo y hostil a la historia? Puesto
que la escatología de Jesús no es sólo
una expectación del futuro sino que primaria y fundamentalmente
proclama el comienzo del tiempo de la salvación,
el discípulo de Jesús está llamado
a colaborar con amor en la realización de la institución
salvífica divina y a transmitir con espíritu
de servicio el don de la salvación divina. Por tanto
el discípulo de Jesús sigue teniendo en la
historia y en el mundo su gran responsabilidad.
Claro que lo que Jesús hace resaltar tan encarecidamente
como exigencia de la hora no es una labor cultural, sino
la proclamación del Reino de Dios (Lc 10,3; Mc 3,
14) y el amor fraterno. Ni siquiera habla Jesús de
que su mandamiento del amor haya de producir una "revolución
pacífica", una transformación y renovación
del mundo. La exigencia de Jesús con todo el énfasis
y unilateralidad concebibles, está acentuada e interesada
escatológicamente y a la vez de manera religiosamente
teocéntrica. Con ello desde luego, no se niega la
fe en la creación y la tarea con respecto al mundo
(Mc 12, 13-17) pero sí queda muy relativizado y declarado
con poderosa voz como cuestión de segundo rango en
comparación con "lo único necesario",
con lo que "da a Dios lo que es de Dios"(Mc. 12,
17). Pero el que piense que hay que proteger el encargo
dado en la creación y la tarea con respecto al mundo
contra tal proclamación, tendrá que reflexionar
y pensar que ambas cosas quizás pueden protegerse
únicamente de esta manera contra sí mismas
y contra las energías destructoras que quieren volver
a absolutizar tal acción y quieren introducir constantemente
un caos tan horrible en toda la acción histórica
y en toda labor cultural humana. Se llegó finalmente
a una cultura occidental porque hubo anacoretas del desierto
y monasterios apartados del mundo. Y aún hoy día
los que mejor sirven en último término al
encargo recibido en la creación y a la tarea que
el hombre tiene con respecto al mundo son quizás
los discípulos de Jesús que, apartándose
del mundo y renunciando a él, viven puramente con
su teocentrismo radical la exigencia de la hora escatológica,
a pesar de que precisamente tales cristianos, con arreglo
a las instrucciones de Jesús sabrán siempre
lo que redunda en servicio del prójimo y lo que exige
el amor fraterno. Pero también los cristianos que
saben que están obligados por la responsabilidad
histórica podrán reflexionar y pensar: todo
el encargo recibido en la creación y toda la tarea
con respecto al mundo, los "subsumió" Jesús
en el gran silencio del servicio al hermano, en el callado
servicio al prójimo. (Lavatorio de los pies)
Mas con ello no enmudece, ciertamente, la responsabilidad
histórica de los cristianos con respecto al mundo,
sino tan sólo que renace en el tranquilo seno del
amor fraterno para adquirir nueva energía creativa.
Tal amor fraterno y tal voluntad de servicio, con la vigilancia
de una atención inspirada en el amor, ciertamente
sabrán también dónde y cómo
podrán utilizar como instrumentos las orientaciones
sociales, los medios de poder político y las ideas
culturales. Pero entonces toda la acción terrena
seguirá siendo siempre -en el amor- una acción
humana y toda tarea desempeñada en el mundo estará
al servicio de los hermanos. ¿Podrá haber
en último término mejor medio de salvación
para el mundo que semejante proclamación escatológica
y teocéntrica de Jesús que relativiza toda
la tarea con respecto al mundo y a la cultura para después
orientar con amor todo el interés hacia el bienestar
eterno y temporal del hermano?
Otro teólogo A. Auer piensa que "el misterio
de la consumación (del mundo) mantiene en marcha,
desde la perspectiva de futuro, es decir, desde la perspectiva
de la eternidad, el esfuerzo cristiano y moral... La vigilancia
que está atenta a la última hora, a la parusía
del Señor, garantiza más que cualquier otra
cosa la medida y la tensión de la energía
empleada en el servicio cristiano al mundo". Este autor
entiende por "servicio al mundo" las tareas culturales
del laico y piensa que estas pudieran hacer que "el
futuro estado de transfiguración... se hiciera ya
visible en la figura actual del mundo" y lo "condujeran
a través de la historia hacia su estado de consumación".
Se entiende cultura en el sentido amplio del ser y el quehacer
del hombre en la historia y su modo peculiar de vivirlo.
Pero también hay que considerar la inclusión
de la acción social y política del cristiano
como servicio de amor. Aquí entraría la extraordinaria
exposición sobre la Iglesia en el mundo actual de
la Constitución "Gaudium et Spes" del Concilio
Vaticano II. Pero la tensión dialéctica entre
Iglesia y mundo subsistirá siempre y es una tensión
saludable porque empuja la historia hacia delante y hacia
arriba.
Hemos ubicado así la misión de la Iglesia
a partir de una Cristología teocéntrica y
escatológica, tal como el Evangelio nos la presenta,
con la verticalidad de Jesús en diálogo amoroso
con su Abba y la horizontalidad de su mirada de enviado
del Abba a traer a todos los hombres en la última
hora la vida abundante del Reino de Dios, la vida que estaba
en el Padre desde el principio. Esta mirada de Jesús
fluye de su unión de amor con el Padre. La altura
vertical de su amor al Padre y la dimensión horizontal
de su proexistencia en favor nuestro, (por nosotros los
hombres y por nuestra salvación), configuran su Cruz.
La tensión salvadora de la Cruz está en el
centro de la misión de Jesús, de la misión
de la Iglesia cuerpo de Cristo, que prolonga en el tiempo
la misión de su Señor.
De la entrega de Jesús en la Cruz, de la entrega
de su Iglesia, asociada a su Señor, brotan la resurrección
y la vida. Una eclesiología teocéntrica y
escatológica como nos la presenta el Nuevo Testamento
en San Juan y especialmente en San Pablo no puede ceder
ante el secularismo reductivo que trata en vano de buscar
en Jesús un mero Profeta y que confiere a la Iglesia
una misión cuando más civilizadora, llamándola
a menudo también "profética". En
algunos pensadores la misión de la Iglesia queda
"subsumida" en un proyecto mayor, universal, global,
como puede ser el cambio de estructuras sociales y políticas,
el desarrollo integral del hombre, el establecimiento de
una paz duradera, etc.
Dentro de esta visión horizontal sin perspectiva
escatológica y sin aliento verdaderamente teológico,
se hace entrar el ecumenismo, el diálogo interreligioso,
la colaboración con el marxismo, con el liberalismo
o con otras corrientes de pensamiento. Aquí debemos
recordar una vez más que para Jesús lo primero
es el Reino de Dios y todo lo demás vendrá
por añadidura. No es válida pues una inversión
de prioridades.
La Iglesia, en esas falsas teologías queda vaciada
de su identidad, de su misión y es reclamada por
unos y otros sólo como fuerza sociopolítica
en apoyo de sus doctrinas o proyectos, mientras es atacada
a su turno por los que la ven como testigo de una realidad
trascendente que rechazan como alienante. Sólo cuando
se alza en medio de estas facciones como testigo del reino
de justicia, de verdad y de amor que nos trajo Jesús,
la Iglesia alcanza su real estatura profética y actúa
con libertad aunque su voz sea silenciada o ignorada.
Por esto el Papa Juan Pablo II no ha cesado de reclamar
como la primera de las libertades del hombre la libertad
religiosa, porque ella asegura a cada ser humano la libertad
superior de orientar toda la vida según Dios y ésa
es la fuente de todas las libertades. Cuando la Iglesia
exige la libertad religiosa no está pidiendo algo
para sí, sino rindiendo su servicio de amor en favor
de hombres y pueblos, reclamando para ellos la posibilidad
de abrirse a su Creador y descubrir la verdad.
¿Cómo mira al futuro la Iglesia en Cuba?
La Iglesia que vive en Cuba sabe que su ser y su misión
dependen de su unión con Cristo al Padre y de su
fidelidad en anunciar a Jesucristo a nuestro pueblo. Esto
la hizo constante en su servicio de amor a través
del pasado, desde la época colonial, en los sesenta
primeros años del siglo XX y desde entonces hasta
acá, con momentos de bonanza y épocas de turbulencia.
Inicia el siglo XXI cumpliendo eminentemente la condición
que Jesús puso al anuncio de su Reino: pobreza en
todos sentidos, pobreza de evangelizadores, de medios para
evangelizar, siendo también muy pobre la Iglesia
en sus recursos económicos, despojada de muchos bienes,
pero tal vez por eso más apta para continuar el camino,
con el perenne encargo de su Señor de promover la
reconciliación entre los cubanos y prestar el servicio
del amor, más que nunca ahora, cuando son muchos
los que lo necesitan y lo buscan.
La reconciliación como misión de Iglesia merece
un tratamiento largo y serio que no podemos emprender aquí
ahora. Está preciosamente tratada la misión
reconciliadora de la Iglesia en la tesis doctoral del Padre
Rolando Cabrera "Artífices de Reconciliación".
El ser y la misión del laico en el magisterio y en
la praxis de la Iglesia en Cuba (del año 1969 al
2000).
El empeño reconciliador de la Iglesia será,
por deseo expreso de su Señor, con la urgencia añadida
de los tiempos que corren y que vendrán, el punto
focal que centre la predicación y la acción
pastoral de la Iglesia en Cuba en la hora presente y en
el futuro que se abre ante nosotros.
La característica de este quehacer reconciliador
será la misma que está contenida en el mensaje
de Jesús y en la proclamación apostólica:
el Reino de Dios ya ha llegado en Cristo, que ha vencido
al mundo en la Cruz, nosotros somos todos amados de Dios,
el Espíritu Santo está pues actuando en los
corazones, el tiempo final inaugurado por Cristo tiene toda
su vigencia hoy entre nosotros y el Señor Resucitado
seguirá manifestando su poder en lo humilde, en lo
pequeño, aquí en Cuba.
Cuando el creyente en Cristo mira al futuro, mira a su Señor.
Cristo es el futuro absoluto de la humanidad y el trajo
el futuro a nuestro hoy de modo definitivo: "sepan
que yo estaré con ustedes siempre hasta el fin del
mundo" (Mt 28, 20). Cuando conocemos el futuro absoluto
que es Cristo-Dios relativizamos "los futuros"
que se imaginan los charlatanes cada inicio de año,
el futuro inquietante del neurótico, el futuro sin
horizontes del triste y deprimido, el futuro matemático
del economista, el futuro maravilloso de los políticos
y el futuro incierto de nuestra vida rescatada de su no
sentido por Jesús, pues en la fe sabemos que "si
vivimos, vivimos para el Señor y si morimos, morimos
para el Señor, en la vida y en la muerte somos del
Señor" (Rom 14, 8).
La eternidad no es futuro, el futuro está encerrado
en el límite del tiempo. Si la Iglesia no mirara
a la eternidad, si sólo se planteara el futuro a
base de cálculos, sería como una institución
del mundo viejo, pero nuestro Señor nos dijo que
no somos de ese mundo. La urgencia de Jesús que viene,
la inminencia del Reino que ya está presente es lo
propio del creyente en Cristo, del discípulo de Jesús
que vive así en la esperanza. Ésta es la única
esperanza que la Iglesia puede suscitar en los cubanos,
pero es al mismo tiempo la mayor esperanza, la verdadera
esperanza.
En tónica de esperanza, desde la pobreza, tiene que
trazar la Iglesia sus planes pastorales para el siglo XXI
en Cuba y estos han sido delineados admirablemente por Jesús:
servir a nuestro pueblo en el amor e invitar a todos a la
reconciliación.
Para esto, porque se trata de hombres y mujeres libres a
quienes se dirige nuestra invitación y porque promover
su libertad es condición para acoger el Reino de
Dios, debemos presentar a Jesucristo a nuestro pueblo para
que cada hombre o mujer responda libremente y pueda encontrarlo.
El será quien les descubra el camino del amor y de
la reconciliación. Del encuentro con Jesús
depende una ética vital y renovada sobre la familia,
la sociedad, el trabajo, la política, la justicia
y el bien común que comprometa libremente a cada
persona. No una ética fruto de códigos, leyes
o presupuestos ideológicos, sino una ética
de encuentro con Jesús que transforma la vida desde
adentro. Jesús no se despreocupó de la historia,
de la política, de la familia, del bien social; sino
sabía que el único modo de que nos preocupáramos
seriamente de estas realidades terrenas era "buscando
primero el Reino de Dios". Lo demás fluye de
la nueva actitud que surge en los corazones de quienes encuentran
ese reino, que no es otra cosa, sino encontrar a Cristo.
La misión de la Iglesia en Cuba tiene que mantener
esa jerarquía de prioridades: primero el Reino, primero
Cristo, su anuncio, el encuentro de nuestros hermanos con
él; lo demás fluirá de esa presencia
de Dios en Cristo Jesús en medio de nosotros, empujando
hacia delante la historia.
He tratado de delinear premisas en todo cuanto he dicho
hasta aquí. Y en esto están contenidos los
modos concretos de actuar en cada circunstancia, que no
deben formar parte del cuerpo de este trabajo, sino se prestan
más bien a las preguntas que puedan hacerme. Ellas
se responderán ateniéndonos a la iluminación
teológica que he esbozado.
Muchas gracias