1. Os escribo con alegría y afecto con ocasión del Jueves Santo, siguiendo una tradición iniciada en la primera Pascua como Obispo de Roma, hace ahora veinticinco años. Este contacto epistolar, que tiene un carácter especial de hermandad por la participación común en el Sacerdocio de Cristo, se sitúa en el contexto litúrgico de este día santo, marcado por dos ritos significativos: la Misa Crismal por el mañana y la Misa in Cena Domini por la tarde.
Pienso en vosotros, reunidos en las Catedrales de vuestras Diócesis, en torno a los respectivos Ordinarios, para renovar las promesas sacerdotales. Este rito tan elocuente tiene lugar después de la consagración de los Santos Óleos, en particular el del Crisma, y encaja bien en dicha celebración, que pone de relieve la imagen de la Iglesia, pueblo sacerdotal santificado por los Sacramentos y enviado a difundir en el mundo el suave aroma de Cristo, el Salvador (cf. 2 Co 2,14-16).
Al atardecer, os veo entrar en el Cenáculo para iniciar el Triduo pascual. Jesús nos invita a volver cada Jueves Santo precisamente a aquella «sala grande» en el piso superior (Lc 22,12), y ahí es donde quiero encontrarme con vosotros, queridos hermanos en el Sacerdocio. En la Última Cena hemos nacido como sacerdotes. Por eso es bello y obligado encontrarnos en el Cenáculo, compartiendo la conmemoración, llena de gratitud, de la alta misión que nos acomuna.
2. Hemos nacido de la Eucaristía. Lo que decimos de toda la Iglesia, es decir, que «de Eucharistia vivit », como he querido recordar en la reciente Encíclica, podemos afirmarlo también del Sacerdocio ministerial: éste tiene su origen, vive, actúa y da frutos «de Eucharistia» (cf. Conc. Trid., Sess. XXII, can. 2: DS 1752). «No hay Eucaristía sin sacerdocio, como no existe sacerdocio sin Eucaristía» (Don y misterio. Madrid 1996, 95).
El ministerio ordenado, que nunca puede reducirse al aspecto funcional, pues afecta al ámbito del «ser», faculta al presbítero para actuar in persona Christi y culmina en el momento en que consagra el pan y el vino, repitiendo los gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena.
Ante esa realidad extraordinaria permanecemos atónitos y aturdidos: ¡Con cuánta condescendencia humilde ha querido Dios unirse al hombre! Si estamos conmovidos ante el pesebre contemplando la encarnación del Verbo, ¿qué podemos sentir ante el altar, donde Cristo hace presente en el tiempo su Sacrificio mediante las pobres manos del sacerdote? No queda sino arrodillarse y adorar en silencio este gran misterio de la fe.
3.« Mysterium fidei », proclama el sacerdote después de la consagración. Misterio de la fe es la Eucaristía, pero, como consecuencia, concierne también al Sacerdocio (cf. Don y misterio, pp.89s.). El misterio de santificación y amor, obra del Espíritu Santo, por el cual el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, actúa también en la persona del ministro en el momento de la ordenación sacerdotal. Hay, pues, una reciprocidad específica entre la Eucaristía y el Sacerdocio, que se remonta hasta el Cenáculo: se trata de dos Sacramentos nacidos juntos y que están indisolublemente unidos hasta el fin del mundo.
Estamos ante lo que he llamado la «apostolicidad de la Eucaristía» (cf. Carta enc. Ecclesia de Eucharistia, 26-33). El Sacramento eucarístico – como el de la Reconciliación – ha sido confiado por Cristo a los Apóstoles y transmitido por ellos y sus sucesores de generación en generación. Al comenzar su vida pública, el Mesías llamó a los Doce, los instituyó «para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3,14-15). En la Última Cena, el «estar con» Jesús tuvo su culmen en los Apóstoles. Al celebrar la Cena pascual e instituir la Eucaristía, el divino Maestro cumplió su vocación. Al decir: «Haced esto en conmemoración mía» puso el cuño eucarístico en su misión y, uniéndolos consigo en la comunión sacramental, los encargó de perpetuar aquel gesto santo.
Mientras pronunciaba aquellas palabras: «Haced esto...», pensaba también en los sucesores de los Apóstoles, que habrían de prolongar su misión, distribuyendo el alimento de vida hasta los extremos confines del tierra. Así, queridos hermanos sacerdotes, en el Cenáculo hemos sido en cierto modo llamados personalmente, uno a uno, «con amor de hermano» (Prefacio de la Misa Crismal), para recibir de las manos santas y venerables del Señor el Pan eucarístico, que se ha partir como alimento del Pueblo de Dios, peregrino en el tiempo hacia la Patria.
4. La Eucaristía, como el Sacerdocio, son un regalo de Dios, «que supera radicalmente el poder de la asamblea» y que ésta «recibe por la sucesión episcopal que se remonta a los Apóstoles» (Carta enc. Ecclesia de Eucharistia, 29). El Concilio Vaticano II enseña que «el sacerdote ministerial, por el poder sagrado de que goza [...], realiza como representante de Cristo el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo» (Const. dogm. Lumen gentium, 10). La asamblea de los fieles, unida en la fe y en el Espíritu, se enriquece con múltiples dones y, aun siendo el lugar donde Cristo «está siempre presente en su Iglesia, principalmente en los actos litúrgicos» (Const. Sacrosanctum Concilium, 7), no puede por sí sola ni «realizar» la Eucaristía ni «darse» el ministro ordenado.
Por tanto, el pueblo cristiano tiene buenos motivos para, por un lado, dar gracias Dios por el don de la Eucaristía y el Sacerdocio y, por otro, rogar incesantemente para que no falten sacerdotes en la Iglesia. El número de presbíteros nunca es suficiente para afrontar las exigencias crecientes de la evangelización y del cuidado pastoral de los fieles. Su escasez se nota hoy especialmente en algunas partes del mundo, porque disminuyen los sacerdotes sin que haya un suficiente reemplazo generacional. Gracias a Dios, en otras partes está despuntando una prometedora primavera vocacional. Así pues, ha de aumentar en el Pueblo de Dios la conciencia de tener que orar y actuar diligentemente en favor de las vocaciones al Sacerdocio y a la Vida consagrada.
5. Sí, las vocaciones son un don de Dios que se ha de suplicar continuamente. Siguiendo la invitación de Jesús, hay que rogar ante todo al Dueño de la mies para que envíe obreros a su mies (cf. Mt 9,37-38). La oración, reforzada con el ofrecimiento silencioso del sufrimiento, es el primero y más eficaz medio de la pastoral vocacional. Orar es mantener la mirada fija en Cristo, con la confianza de que de Él mismo, único Sumo Sacerdote, y de su entrega divina, manan abundantemente, por la acción del Espíritu Santo, los gérmenes de vocación necesarios en cada momento para la vida y la misión de la Iglesia.
Quedémonos en el Cenáculo contemplando al Redentor que, en la Última Cena, instituyó la Eucaristía y el Sacerdocio. En aquella noche santa Él ha llamado por su nombre, a los sacerdotes de todos los tiempos. Su mirada se ha dirigido a cada uno, una mirada afectuosa y premonitoria, como la que se detuvo sobre Simón y Andrés, Santiago y Juan, sobre Natanael cuando estaba bajo la higuera o sobre Mateo, sentado en el despacho de los impuestos. Jesús nos ha llamado y, por los medios más diversos, sigue llamando a otros muchos para que sean sus ministros.
Cristo, desde el Cenáculo, no se cansa de buscar y de llamar: éste es el origen y la fuente perenne de la auténtica pastoral de las vocaciones sacerdotales. Hermanos, sintámonos sus primeros responsables, dispuestos a ayudar a quienes Él quiera asociar a su Sacerdocio, para que respondan generosamente a su invitación.
No obstante, más que cualquier otra iniciativa vocacional, es indispensable nuestra fidelidad personal. En efecto, importa nuestra adhesión a Cristo, el amor que sentimos por la Eucaristía, el fervor con que la celebramos, la devoción con que la adoramos, el celo con que la dispensamos a los hermanos, especialmente a los enfermos. Jesús, Sumo Sacerdote, sigue invitando personalmente a obreros para su viña, pero ha querido necesitar de nuestra cooperación desde el principio. Los sacerdotes enamorados de la Eucaristía son capaces de comunicar a chicos y jóvenes el «asombro eucarístico» que he pretendido suscitar con la encíclica Ecclesia de Eucharistia (cf. n. 6). Precisamente son ellos quienes generalmente atraen de este modo a los jóvenes hacia el camino del sacerdocio, como podría demostrar elocuentemente la historia de nuestra propia vocación.
6. Precisamente en esta perspectiva, queridos hermanos sacerdotes, junto con otras iniciativas, cuidad especialmente de los monaguillos, que son como un «vivero» de vocaciones sacerdotales. El grupo de acólitos, atendidos por vosotros dentro de la comunidad parroquial, puede seguir un itinerario valioso de crecimiento cristiano, formando como una especie de pre-seminario. Educad a la parroquia, familia de familias, a que vean en los acólitos a sus hijos, «como renuevos de olivo» alrededor de la mesa de Cristo, Pan de vida (cf.Sal 127,3).
Aprovechando la colaboración de las familias más sensibles y de los catequistas, seguid con solicitud al grupo de los acólitos para que, mediante el servicio del altar, cada uno de ellos aprenda a amar cada vez más al Señor Jesús, lo reconozca realmente presente en la Eucaristía y aprecie la belleza de la liturgia. Todas las iniciativas en favor de los acólitos, organizadas en el ámbito diocesano o de las zonas pastorales, deben ser promovidas y animadas, teniendo siempre en cuenta las diversas fases de edad. En los años de ministerio episcopal en Cracovia he podido apreciar lo provechoso que es dedicarse a su formación humana, espiritual y litúrgica. Cuando niños y adolescentes desempeñan el servicio del altar con alegría y entusiasmo, ofrecen a sus coetáneos un elocuente testimonio de la importancia y belleza de la Eucaristía. Gracias a la gran sensibilidad imaginativa propia de su edad, y con las explicaciones y el ejemplo de los sacerdotes y de los compañeros mayores, también los más pequeños pueden crecer en la fe y apasionarse por las realidades espirituales.
En fin, no olvidéis que los primeros «apóstoles» de Jesús, Sumo Sacerdote, sois vosotros mismos: vuestro testimonio cuenta más que cualquier otro medio o subsidio.
En la regularidad de las celebraciones dominicales y diarias, los acólitos se encuentran con vosotros, en vuestras manos ven «realizarse» la Eucaristía, en vuestro rostro leen el reflejo del Misterio, en vuestro corazón intuyen la llamada de un amor más grande. Sed para ellos padres, maestros y testigos de piedad eucarística y santidad de vida.
7. Queridos hermanos sacerdotes, vuestra peculiar misión en la Iglesia exige que seáis «amigos» de Cristo, contemplando asiduamente su rostro y acudiendo dócilmente a la escuela de María Santísima. Orad constantemente, como exhorta el Apóstol (cf. 1 Ts 5,17), e invitad a los fieles a rezar por las vocaciones, por la perseverancia de los llamados a la vida sacerdotal y por la santificación de todos los sacerdotes. Procurad que vuestras comunidades amen cada vez más el «don y misterio» tan singular que es el Sacerdocio ministerial.
En el clima de oración del Jueves Santo me vienen a la mente algunas invocaciones de las letanías de Jesús, Sacerdote y Víctima (cf. Don y misterio, pp.121-124), que recito desde hace muchos años con gran provecho espiritual.
Iesu,
Sacerdos et Victima,
Iesu, Sacerdos qui in novissima Cena formam sacrificii perennis
instituisti,
Iesu, Pontifex ex hominibus assumpte,
Iesu, Pontifex pro hominibus constitute,
Iesu, Pontifex qui tradidisti temetipsum Deo oblationem et
hostiam,
miserere nobis!
Ut pastores secundum cor tuum populo tuo providere digneris,
ut in messem tuam operarios fideles mittere digneris,
ut fideles mysteriorum tuorum dispensatores multiplicare digneris,
Te rogamus, audi nos!
8. Confío a cada uno de vosotros y vuestro ministerio cotidiano a la Madre de los sacerdotes. En el rezo del Rosario, el quinto misterio de la luz nos lleva a contemplar con los ojos de María el don de la Eucaristía, a sentir asombro ante el amor «hasta el extremo» (Gv 13,1) que Jesús manifestó en el Cenáculo y ante la humildad de su presencia en cada Sagrario. Que la Santísima Virgen os alcance la gracia de no caer nunca en la rutina del Misterio puesto en vuestras manos. Dando gracias continuamente al Señor por el don extraordinario de su Cuerpo y de su Sangre, podréis perseverar fielmente en vuestro ministerio sacerdotal.
Y Tú,
Madre de Cristo, Sumo Sacerdote, intercede siempre para que
en la Iglesia haya numerosas y santas vocaciones, fieles y
generosos ministros del altar.
Queridos hermanos sacerdotes, a vosotros y a vuestras Comunidades
os deseo una Santa Pascua, a la vez que os bendigo de corazón.
Vaticano, 28 de marzo, V domingo de Cuaresma, del año 2004, vigésimo sexto de Pontificado.
JUAN PABLO II