Madrid, 15 de julio de 2004
1. El pasado 29 de junio, el Congreso de los Diputados votó
favorablemente una proposición no de Ley del Partido Socialista que solicita
la equiparación legal plena de las uniones de personas del mismo sexo
con el verdadero matrimonio. El Gobierno, por medio del Ministro de Justicia,
se apresuró a anunciar que en septiembre remitirá a la Cámara
un proyecto de Ley en este mismo sentido y que confía en que el llamado
matrimonio homosexual sea posible legalmente ya para comienzos del año
próximo. También se votaron varias proposiciones de Ley que legitimarían
las uniones homosexuales de diversos modos.
2. Las personas homosexuales, como todos, están dotadas de la dignidad
inalienable que corresponde a cada ser humano. No es en modo alguno aceptable
que se las menosprecie, maltrate o discrimine. Es evidente que, en cuanto personas,
tienen en la sociedad los mismos derechos que cualquier ciudadano y, en cuanto
cristianos, están llamados a participar en la vida y en la misión
de la Iglesia. Condenamos una vez más las expresiones o los comportamientos
que lesionan la dignidad de estas personas y sus derechos; y llamamos de nuevo
a los católicos a respetarlas y a acogerlas como corresponde a una caridad
verdadera y coherente.
3. Con todo, ante la inusitada innovación legal anunciada, tenemos el
deber de recordar también algo tan obvio y natural como que el matrimonio
no puede ser contraído más que por personas de diverso sexo: una
mujer y un varón. A dos personas del mismo sexo no les asiste ningún
derecho a contraer matrimonio entre ellas. El Estado, por su parte, no puede
reconocer este derecho inexistente, a no ser actuando de un modo arbitrario
que excede sus capacidades y que dañará, sin duda muy seriamente,
el bien común. Las razones que avalan estas proposiciones son de orden
antropológico, social y jurídico. Las repasamos sucintamente,
siguiendo de cerca las recientes orientaciones del Papa a este respecto[1].
4. a) Los significados unitivo y procreativo de la sexualidad humana se fundamentan
en la realidad antropológica de la diferencia sexual y de la vocación
al amor que nace de ella, abierta a la fecundidad. Este conjunto de significados
personales hace de la unión corporal del varón y de la mujer en
el matrimonio la expresión de un amor por el que se entregan mutuamente
de tal modo, que esa donación recíproca llega a constituir una
auténtica comunión de personas, la cual, al tiempo que plenifica
sus existencias, es el lugar digno para la acogida de nuevas vidas personales.
En cambio, las relaciones homosexuales, al no expresar el valor antropológico de la diferencia sexual, no realizan la complementariedad de los sexos, ni pueden engendrar nuevos hijos.
A veces se arguye en contra de estas afirmaciones que la sexualidad puede ir hoy separada de la procreación y que, de hecho, así sucede gracias a las técnicas que, por una parte, permiten el control de la fecundidad y, por otra, hacen posible la fecundación en los laboratorios. Sin embargo, será necesario reconocer que estas posibilidades técnicas no pueden ser consideradas como sustitutivo válido de las relaciones personales íntegras que constituyen la rica realidad antropológica del verdadero matrimonio. La tecnificación deshumanizadora de la vida no es un factor de verdadero progreso en la configuración de las relaciones conyugales, de filiación y de fraternidad.
El bien superior de los niños exige, por supuesto, que no sean encargados a los laboratorios, pero tampoco adoptados por uniones de personas del mismo sexo. No podrán encontrar en estas uniones la riqueza antropológica del verdadero matrimonio, el único ámbito donde, como Juan Pablo II ha recordado recientemente al Embajador de España ante la Santa Sede, las palabras padre y madre pueden “decirse con gozo y sin engaño”. No hay razones antropológicas ni éticas que permitan hacer experimentos con algo tan fundamental como es el derecho de los niños a conocer a su padre y a su madre y a vivir con ellos, o, en su caso, a contar al menos con un padre y una madre adoptivos, capaces de representar la polaridad sexual conyugal. La figura del padre y de la madre es fundamental para la neta identificación sexual de la persona. Ningún estudio ha puesto fehacientemente en cuestión estas evidencias.
b) La relevancia del único verdadero matrimonio para la vida de los pueblos es tal, que difícilmente se pueden encontrar razones sociales más poderosas que las que obligan al Estado a su reconocimiento, tutela y promoción. Se trata, en efecto, de una institución más primordial que el Estado mismo, inscrita en la naturaleza de la persona como ser social. La historia universal lo confirma: ninguna sociedad ha dado a las relaciones homosexuales el reconocimiento jurídico de la institución matrimonial.
El matrimonio, en cuanto expresión institucional del amor de los cónyuges, que se realizan a sí mismos como personas y que engendran y educan a sus hijos, es la base insustituible del crecimiento y de la estabilidad de la sociedad. No puede haber verdadera justicia y solidaridad si las familias, basadas en el matrimonio, se debilitan como hogar de ciudadanos de humanidad bien formada.
Si el Estado procede a dar curso legal a un supuesto matrimonio entre personas del mismo sexo, la institución matrimonial quedará seriamente afectada. Fabricar moneda falsa es devaluar la moneda verdadera y poner en peligro todo el sistema económico. De igual manera, equiparar las uniones homosexuales a los verdaderos matrimonios, es introducir un peligroso factor de disolución de la institución matrimonial y, con ella, del justo orden social.
Se dice que el Estado tendría la obligación de eliminar la secular discriminación que los homosexuales han padecido por no poder acceder al matrimonio. Es, ciertamente, necesario proteger a los ciudadanos contra toda discriminación injusta. Pero es igualmente necesario proteger a la sociedad de las pretensiones injustas de los grupos o de los individuos. No es justo que dos personas del mismo sexo pretendan casarse. Que las leyes lo impidan no supone discriminación alguna. En cambio, sí sería injusto y discriminatorio que el verdadero matrimonio fuera tratado igual que una unión de personas del mismo sexo, que ni tiene ni puede tener el mismo significado social. Conviene notar que, entre otras cosas, la discriminación del matrimonio en nada ayudará a superar la honda crisis demográfica que padecemos.
c) Se alegan también razones de tipo jurídico para la creación de la ficción legal del matrimonio entre personas del mismo sexo. Se dice que ésta sería la única forma de evitar que no pudieran disfrutar de ciertos derechos que les corresponden en cuanto ciudadanos. En realidad, lo justo es que acudan al derecho común para obtener la tutela de situaciones jurídicas de interés recíproco.
En cambio, se debe pensar en los efectos de una legislación
que abre la puerta a la idea de que el matrimonio entre un varón y una
mujer sería sólo uno de los matrimonios posibles, en igualdad
de derechos con otros tipos de matrimonio. La influencia pedagógica sobre
las mentes de las personas y las limitaciones, incluso jurídicas, de
sus libertades que podrán suscitarse serán sin duda muy negativas.
¿Será posible seguir sosteniendo la verdad del matrimonio, y educando
a los hijos de acuerdo con ella, sin que padres y educadores vean conculcado
su derecho a hacerlo así por un nuevo sistema legal contrario a la razón?
¿No se acabará tratando de imponer a todos por la pura fuerza
de la ley una visión de las cosas contraria a la verdad del matrimonio?
5. Pensamos, pues, que el reconocimiento jurídico de las uniones homosexuales
y, más aún, su equiparación con el matrimonio, constituiría
un error y una injusticia de muy negativas consecuencias para el bien común
y el futuro de la sociedad. Naturalmente, sólo la autoridad legítima
tiene la potestad de establecer las normas para la regulación de la vida
social. Pero también es evidente que todos podemos y debemos colaborar
con la exposición de las ideas y con el ejercicio de actuaciones razonables
a que tales normas respondan a los principios de la justicia y contribuyan realmente
a la consecución del bien común. Invitamos, pues, a todos, en
especial a los católicos, a hacer todo lo que legítimamente se
encuentre en sus manos en nuestro sistema democrático para que las leyes
de nuestro País resulten favorables al único verdadero matrimonio.
En particular, ante la situación en la que nos encontramos, “el
parlamentario católico tiene el deber moral de expresar clara y públicamente
su desacuerdo y votar contra el proyecto de ley”[2] que pretenda legalizar
las uniones homosexuales.
6. La institución matrimonial, con toda la belleza propia del verdadero
amor humano, fuerte y fértil, también en medio de sus fragilidades,
es muy estimada por todos los pueblos. Es una realidad humana que responde al
plan creador de Dios y que, para los bautizados, es sacramento de la gracia
de Cristo, el esposo fiel que ha dado su vida por la Iglesia, haciendo de ella
una madre feliz y fecunda de muchos hijos. Precisamente por eso, la Iglesia
reconoce el valor sagrado de todo matrimonio verdadero, también del que
contraen quienes no profesan nuestra fe. Junto con muchas personas de ideologías
y de culturas muy diversas, estamos empeñados en fortalecer la institución
matrimonial, ante todo, ofreciendo a los jóvenes ejemplos que seguir
e impulsos que secundar. En este proyecto de una civilización del amor
las personas homosexuales serán respetadas y acogidas con amor. Invocamos
para todos la bendición de Dios y la ayuda de Santa María y de
San José.
[1] Congregación para la Doctrina de la Fe, Consideraciones acerca de
los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales
(3 de junio de 2003), Ecclesia 3165/66, 9 y 16 de agosto de 2003, 1236-1239.
[2] Congregación para la Doctrina de la Fe, lugar citado, 10.
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